Algunos, como si el presente no hiriese lo bastante, todavía son felices en el nido de los recuerdos. Otros, manido y deshilachado a trechos el tejido de su memoria, contemplan de perfil el paso árido de los años. Y la mayoría de ellos, en muchos o en todos los momentos, viven, o han vivido, cercados por la soledad, esa tirana con rostro de ausencia que abraza y asfixia, como el humo, lentamente.
Escribiría aquí los nombres (algún día no me contendré de hacerlo) de todas las personas mayores que he conocido y que sufrieron o sufren el asedio de vivir solas. De todas aquellas que para compartir una inquietud, un sobresalto, una alegría, un dolor, un presentimiento, una desesperación o una pena, sólo encuentran el inasible vacío que se encaja en las cuatro paredes de un silencio doméstico, roto, sólo a veces, por el trinar de un canario enjaulado o por una radio con protagonistas. Y de todas las personas que soportaron pacientemente el estrago del tiempo, que para ellas, cortado en círculos de veinticuatro horas, no era más que un rosario de bolas de angustia rodando en la cuesta abajo de un camino cuyo final se ocultaba siempre tras el horizonte. Pero sus nombres (de quien conocí, por ejemplo, en una casita mugrienta de la orilla de la acequia conviviendo con setenta gatos, o de quien erraba por su piso minúsculo y umbroso arrastrando diez metros de tubo con los que llevarse pizcas de oxígeno a los pulmones maltrechos; o de quien un día, harto de enfrentarse a una mesa sin mantel y con un solo plato, bajo la descarnada bombilla de 125 voltios, dio por perdida la batalla de la vida y se dejó anegar por el caos; o de ella, que, de un azul transparente su cara, a sus setenta y ocho años no conoce el mar, y, de rodillas, cuando tropieza y cae en la cocina o en el baño, llora sin ayuda de nadie mentando a la Virgen), sus nombres –digo–, de éstos y de muchos más, de aquí de Cieza, que yo conservaré de manera indefinida en un rincón de la memoria, poseen para mí el signo de que algo bueno obtuve en su amistad.
A muchos no se les nota por la calle, en la tienda, en misa o en el bar, y casi a ninguno se le conoce de puertas a dentro. Sólo quienes hemos asistido, aunque breve, a ese tiempo denso que crece con la viudez sórdida, con la orfandad octogenaria, o con la lejanía física y anímica de los hijos que se fueron o que no vinieron (o que prefieren vivir su vida egoísta queriéndose creer que a él o a ella no les hace falta nada, que sólo tienen manías de viejos y a veces lloran por llorar), sólo quienes sabemos de ese cerrar las puertas y echarse una casa encima, de ese anochecer lento y demoledor para los sentidos, y sólo quienes hemos soportado el frío de escuchar (quizá no tienen mayor necesidad que vaciar el corazón a otro ser cercano), podemos albergar nociones de lo que es, siendo anciano, vivir solo.
Se asiste socialmente (o al menos la ley lo pretende) a la persona de otras precariedades del cuerpo, pero nada se prevé contra las indigencias del alma. La administración se preocupa y tutela al menor desprotegido, mas nada hay ante la soledad de los mayores, de los que soportan el rastrojo de la ausencia, de los que fueron útiles a la sociedad (en el caso de la mayoría de las mujeres, de forma callada y poco reconocida en labores del hogar, en el principal quehacer del día a día, haciendo posible que el resto de miembros de la familia pudiera desempeñar puestos de trabajo más visibles y remunerados y hacer carrera y labrarse un porvenir) y cuyo pago, después de tanto, no se traduce ahora más que en una exigua pensión no contributiva.¿Habría que incluir la soledad de los viejos como un estado a proteger por la Seguridad Social? ¿Están nuestros mayores más solos ahora que antes, cuando la unidad familiar tenía límites más difusos? ¿Llegaremos a ser conscientes de que a veces no es bastante con las atenciones físicas, y de que en el semidesvalimiento que acumulan los años, el ser humano precisa apoyo y comprensión, que sólo se pueden dar con la comunicación y con el calor de otra presencia? Posiblemente deberíamos de pensar en fórmulas nuevas para atajar esta infelicidad: establecer un día para recordarlo, exhibir un lazo, o yo qué sé; concienciarnos de la necesidad de escucharles y brindarles un poco de compañía. Ellos nos contarán cosas de la vida de antes de nuestra vida, y sabremos de dónde venimos para tener idea de adónde vamos.
Escribiría aquí los nombres (algún día no me contendré de hacerlo) de todas las personas mayores que he conocido y que sufrieron o sufren el asedio de vivir solas. De todas aquellas que para compartir una inquietud, un sobresalto, una alegría, un dolor, un presentimiento, una desesperación o una pena, sólo encuentran el inasible vacío que se encaja en las cuatro paredes de un silencio doméstico, roto, sólo a veces, por el trinar de un canario enjaulado o por una radio con protagonistas. Y de todas las personas que soportaron pacientemente el estrago del tiempo, que para ellas, cortado en círculos de veinticuatro horas, no era más que un rosario de bolas de angustia rodando en la cuesta abajo de un camino cuyo final se ocultaba siempre tras el horizonte. Pero sus nombres (de quien conocí, por ejemplo, en una casita mugrienta de la orilla de la acequia conviviendo con setenta gatos, o de quien erraba por su piso minúsculo y umbroso arrastrando diez metros de tubo con los que llevarse pizcas de oxígeno a los pulmones maltrechos; o de quien un día, harto de enfrentarse a una mesa sin mantel y con un solo plato, bajo la descarnada bombilla de 125 voltios, dio por perdida la batalla de la vida y se dejó anegar por el caos; o de ella, que, de un azul transparente su cara, a sus setenta y ocho años no conoce el mar, y, de rodillas, cuando tropieza y cae en la cocina o en el baño, llora sin ayuda de nadie mentando a la Virgen), sus nombres –digo–, de éstos y de muchos más, de aquí de Cieza, que yo conservaré de manera indefinida en un rincón de la memoria, poseen para mí el signo de que algo bueno obtuve en su amistad.
A muchos no se les nota por la calle, en la tienda, en misa o en el bar, y casi a ninguno se le conoce de puertas a dentro. Sólo quienes hemos asistido, aunque breve, a ese tiempo denso que crece con la viudez sórdida, con la orfandad octogenaria, o con la lejanía física y anímica de los hijos que se fueron o que no vinieron (o que prefieren vivir su vida egoísta queriéndose creer que a él o a ella no les hace falta nada, que sólo tienen manías de viejos y a veces lloran por llorar), sólo quienes sabemos de ese cerrar las puertas y echarse una casa encima, de ese anochecer lento y demoledor para los sentidos, y sólo quienes hemos soportado el frío de escuchar (quizá no tienen mayor necesidad que vaciar el corazón a otro ser cercano), podemos albergar nociones de lo que es, siendo anciano, vivir solo.
Se asiste socialmente (o al menos la ley lo pretende) a la persona de otras precariedades del cuerpo, pero nada se prevé contra las indigencias del alma. La administración se preocupa y tutela al menor desprotegido, mas nada hay ante la soledad de los mayores, de los que soportan el rastrojo de la ausencia, de los que fueron útiles a la sociedad (en el caso de la mayoría de las mujeres, de forma callada y poco reconocida en labores del hogar, en el principal quehacer del día a día, haciendo posible que el resto de miembros de la familia pudiera desempeñar puestos de trabajo más visibles y remunerados y hacer carrera y labrarse un porvenir) y cuyo pago, después de tanto, no se traduce ahora más que en una exigua pensión no contributiva.¿Habría que incluir la soledad de los viejos como un estado a proteger por la Seguridad Social? ¿Están nuestros mayores más solos ahora que antes, cuando la unidad familiar tenía límites más difusos? ¿Llegaremos a ser conscientes de que a veces no es bastante con las atenciones físicas, y de que en el semidesvalimiento que acumulan los años, el ser humano precisa apoyo y comprensión, que sólo se pueden dar con la comunicación y con el calor de otra presencia? Posiblemente deberíamos de pensar en fórmulas nuevas para atajar esta infelicidad: establecer un día para recordarlo, exhibir un lazo, o yo qué sé; concienciarnos de la necesidad de escucharles y brindarles un poco de compañía. Ellos nos contarán cosas de la vida de antes de nuestra vida, y sabremos de dónde venimos para tener idea de adónde vamos.
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