El ‘Doctor’, hace años, era espeleólogo. A Francisco Cano Villa, por su bondad, sus buenos principios, sus palabras juiciosas, su amistad noble, su trato excelente, su fiel compañerismo, su buen hacer en el ejercicio de la espeleología y sus pródigos conocimientos de la naturaleza, a la que indudablemente amaba como buen montañero, le decíamos con cariño, y yo creo que con admiración, los del grupo: ‘el Doctor’.
No quito rey ni pongo rey en asuntos de la Justicia, pero: dime qué aficiones tienes, qué deportes practicas, qué hobbies te gustan, etc., y te diré quién eres. De modo que, sin ánimo de ser más papista que el Papa (iura novit curia, y no se hable más), quiero romper una lanza en favor de un viejo montañero. ¿Puedo?
A la Cueva del Puerto, los calasparreños, le han cambiado los nombres de sus salas, sus simas, sus pozos, sus pasadizos y sus galerías. Ahora han rebautizado sus interiores con denominaciones más, digamos, turísticas. (Ya no quiero verla, por cierto.) Pero antes, la Cueva del Puerto, a la que teníamos que llegar trepando por un monte sin sendas, introducirnos por su boca angosta, fruto de un barreno que tiraron para hacer catas de mármol en la sierra (anteriormente la cueva era impracticable), y arrastrarnos por la angosta galería del ‘Laminador’ hasta llegar a una primera antesala de techos medianamente altos que abocaba a la ‘Sala del Cauce’, antes, decía, La Cueva del Puerto, descubierta, explorada y estudiada por el Grupo GECA de entonces, poseía otros nombres que tenían verdadero sentido para nosotros, sus descubridores (Sala de Miguel Marín, Sala del Piano, Sala de la Colina, del Laberinto, de las Excéntricas, de las Raíces, de la Noche... Galería del Caos, Galería de los Pozos, del Derrumbe, de la Cabra, de la Tierra, etc.). Eran nombres tan genuinos como los que ponían los conquistadores de las tierras vírgenes. Y, un día (o una noche, pues a veces pasábamos todo el fin de semana dentro, explorando y topografiando su compleja red de galerías, pozos, y oquedades) descubrimos (él, Francisco Cano Villa iba con nosotros) una hermosísima sala de grandes dimensiones (aún hoy llegaría hasta ella; pero no, así, como está ahora la cueva, no quiero verla); tenía esta sala, recuerdo, al fondo, tras unos bloques colosales, desprendidos del techo no se sabe cuándo, un cortinón de estalactitas que vestía toda una pared, cual un inmenso órgano de catedral. Y, como Adán en las lindes del Paraíso, poseedores en aquel momento de la facultad de nombrar las cosas, decidimos llamarle: ‘Sala del Doctor Cano’, en su honor. Yo no sé si aún quedará en algún plano perdido de la cueva, de los que hacíamos entonces con plumilla y tintero, el nombre de aquella sala, pero si no, da igual: me basta con mi memoria.
El tiempo ha pasado, es cierto. Y, a veces, surge la duda de si nosotros, los de entonces, aún seamos los mismos. Pero cuando se ha sido montañero, un montañero apasionado (con todo lo que eso implica de amor, admiración y respeto a la naturaleza) y se ha sido espeleólogo, que es entrar al corazón mismo de las montañas, donde se puede escuchar la pureza del silencio, donde el agua y la piedra forjan su arquitectura milenaria, la cual se mide en centímetros/siglo; cuando una persona, en definitiva, ha compartido en las cavernas (hablo con conocimiento de causa) el gozo de la espeleogía, algo bueno le queda para siempre dentro de sí, a mí que no me digan.
Por eso, lo de Paco Cano, no me cuadra. Desde el principio sólo me cupo la extrañeza, la incredulidad personal y el deseo de que se aclarase su inocencia. Pero si Dios, aunque recto, escribe con renglones torcidos, no digamos los jueces: meros humanos, que a veces dudan hasta de aplicar el ‘in dubio pro reo’, llegado el caso.
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