Nos ha tocado la lotería. Ahora somos más ricos, me refiero a la media; aunque en estos casos la media aritmética es poco respetuosa con quienes no han visto un duro. (Si hay dos individuos –dicen–, y uno de ellos se come dos pollos y el otro ninguno, la media indicará que ha comido un pollo cada uno.) Y mira por dónde, la Iglesia, que por mandato cristiano (“vende todo lo que tienes y dalo a los pobres”) es quien debe alertarnos sobre los peligros de acumular riquezas y de los egoísmos y demás vicios que despierta el dinero en las personas, ha sido foco principal de distribución de millones en el pueblo, que, por otra parte, desde mi pobre concepto mundano de la existencia, pienso que bienvenidos sean.
Ahora tenemos más perras aún. Y podemos comprar muchas más cosas. Obtener más bienes de consumo, realizar más inversiones, gozar más y mejor del ocio, o, simplemente, adquirir estatus social mediante signos de ostentación, y, de paso, olvidarnos de lo pobres que éramos no hace muchos años. O, de lo vergonzosamente pobres que llegamos a ser hace algunos más, cuando teníamos que emigrar al extranjero con nuestras caspas y nuestro estigma de subdesarrollo (¡espagnol: merde!, nos decían los franchutes), y éramos los seres más resignados del mundo, y volvíamos luego, de allende los Pirineos, con aquellos viejos automóviles cargados de productos que aquí no se encontraban normalmente, lo mismo, lo mismo que ahora vemos a los moros (ninguna palabra es ofensiva si se le concede a toda persona igual dignidad que a uno mismo) camino de Algeciras. Y resulta gracioso, cuando menos, que haya sido la propia Iglesia, la que supuestamente debería conducirnos al Reino de los Cielos, la que nos aleje de Él por la vía de la riqueza (“más fácil pasará un camello por el ojo de una aguja...”, ya lo saben, ¿no?; es que Jesucristo era un hombre que hablaba como Dios).
¡Vaya papeleta!, ahora tenemos otro quebradero de cabeza: colocarlas en el mercado negro de los defraudadores del capital. ‘En tal entidad dicen que ofrecen tanto’, ‘fulano conoce a un intermediario que paga cuanto’, etc. (porque, claro, en este país, las cifras del PIB están muy por debajo de la realidad, y hay cantidades ingentes de dinero negro esperando estos subterfugios para salir a la luz sin pagar impuesto). Y nosotros, de pronto, no sabemos qué hacer con la dichosa papeleta, y nos entra desazón por no haber comprado más que una (“yo siempre compro diez”, nos dice un listo: “yo una, jamás”), y se nos despierta entonces la codicia que llevábamos dormida tantos años. Y la envidia por los siete kilos del vecino, que ya se ha pedido un Audi. Y la avaricia, pues aún nos sabe a poco. Y nos entran ganas ahora de comprar participaciones de todos los sorteos.
Y en éstas va la Iglesia y pide (de suyo es pedir; si no de dónde, iba ella a poseer tantísimo patrimonio, aún después de Mendizábal). La Iglesia opina que no estaría mal que los “nuevos millonarios” aflojen un poco el bolsillo. Un pequeño diezmo, al menos, en justa reciprocidad por la suerte repartida. Pero ¡hombres de Dios! –digo yo–, ¿no recuerdan el pasaje evangélico del ‘joven rico’?, si cuanto más se tiene, más se quiere. Ay, pero se ve que lo han olvidado. Hasta han olvidado que las directrices romanas, en su catecismo de hace sólo seis o siete años (cito de memoria siempre), ‘aconsejaban’ a los católicos no participar en los juegos de azar (¿hay algún tipo de reparto más insolidario?).
En fin, a quien Dios se la dé San Pedro de la bendiga. Ah, pienso y espero que por lo antedicho nadie se vaya a rasgar la camisa. Pero si a alguien produjera el más leve escozorcillo: mis sinceras disculpas, de este humilde terrenal que admite estar hecho de la misma sustancia que las plantas y las estrellas. Y al que también le ha tocado.
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