Santo Domingo de la Calzada, donde cantó la gallina después de asada (a algún santo habrá que encomendarse...) |
Había una vez un país que se creía diferente; cosa que a las tres menos dos aseguraban sus habitantes, no sin cierta dosis de orgullo. «¡Es que este país es diferente!» —decían. Y el dicho valía tanto para un roto como para un descosido. En realidad era una de esas frases comodines que, dependiendo de las épocas, adopta la gente en el leguaje común y corriente cuando se quiere decir todo sin decir nada; así que muchas veces, en lugar de entrar al fondo del asunto y analizar el porqué de las cosas, la gente soltaba eso de «¡...este país es diferente!». Incluso algunos, los más castizos, lo intentaban balbucir en inglés, con la misma grandilocuencia si cabe del «To be or not to be...» de un tal «Shekspir» (he castellanizado el apellido porque, así escrito, me parece una palabra más estética que Sakespeare). Bueno, pues decía que los más chulos de aquel país, haciendo gala del don de lenguas, sentenciaban «..this country is different!», como lo más fetén.
Pero cuentan los viejos —a partir de los sesenta uno ya es viejo, o al menos zorro viejo (esto último que nadie lo aplique al sexo femenino, ¡por dios!)— que aquel país, muchos años antes había perdido la democracia. Lo mismo que una persona puede perder la salud o la cartera, una sociedad o una nación, pueden perder la democracia. (Como Don Quijote perdiera el juicio y anduviese errante por los caminos de la Mancha, ¿se acuerdan?). Perdió la democracia aquel país, aquel pueblo, y permaneció varias décadas sin ser dueño de sí mismo y con las libertades alicortadas. Y resulta que había crecido tanto la sombra alargada del ciprés, que cuarenta años más tarde, cuando las aguas volvieron a sus cauces («ni mal que cien años dure, ni gobierno que perdure...»), muchos dudaban si en aquel país «cabrían todos o no cabría ni dios». Sin embargo, cupieron.
Así que un día aquel país recuperó la democracia. (Don Quijote también recuperó la cordura, pero fue para morirse, y Sancho, su escudero, que el muy bribón le había tomado el gusto a eso de gobernar ínsulas, le decía «no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más»). Entonces había muchas ganas de vivir y dejar atrás las caspas del antiguo régimen, por eso trabajaron unidos los que pensaban distinto para hacer una transición modélica y una Constitución moderna, garante de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Y dicen que cuando unos artesanos se hallaban grabando con letras doradas en el frontis de un edificio público aquella frase de: «LA SOBERANÍA RESIDE EN EL PUEBLO», en la cual se contenía la esencia pura de la democracia, pasó por allí un pastor y se quedó mirando (pues ocurría que la avenida más principal de la gran ciudad había sido cañada real desde siglos antes y, al menos una vez al año, cortaban la circulación de los ruidosos automóviles y dejaban paso a las borregas, camino de la trashumancia), y aseguran que dicho pastor preguntó entonces a unos hombres el significado de aquellas palabras, y no le supieron responder. Por la noche tras la cena, al arrimo de una lumbre de pastores en mitad del campo, el hombre preguntó a su hijo mocico, que estudiaba leyes con una «beca salario» (en tales fechas aún existía aquel tipo de ayudas para los buenos estudiantes pobres, con las que podían hacer carrera los humildes). El muchacho entonces le explicó el hondo significado del precepto constitucional, por el que todo ciudadano tenía la potestad con su voto de «poner y quitar» a sus gobernantes. ¡Grandioso!
Los años pasaron y las listas cerradas y su trágala, en una sociedad históricamente dicotomizada que solía elegir entre A o B, facilitaban una alternancia perfecta entre las dos opciones mayoritarias. ¡Sencillo! Hasta que un día, en fechas más recientes, el pueblo soberano decidió, en su legítima capacidad de votar a quien le diera la gana (¡hasta ahí podíamos llegar!), que había que repartir la «pedrea» de los escaños y que otras formaciones políticas debían participar en la gobernanza de la nación. Lo cual cayó como jarro de agua fría en los partidos grandes, arregostados al «quítate tú que me ponga yo». Así que los responsables de dialogar (A, B, C, D...) se pusieron todos a la greña mirándose en su propio ombligo político, y, como sus buenas nóminas públicas estaban domiciliadas y puntualmente ingresadas, ¡sin problemas!, mandaron al país a votar de nuevo y se quedaron tan frescos. El pueblo, algo enojado, alzó la mano sobre la urna y, por segunda vez, repartió de igual manera las preferencias de su voto; por lo que los líderes incapaces, sin perjuicio del devengo sustancioso de sus sueldos, continuaban, erre que erre, a la greña todos y rascándose la barriga, sin acatar el mandato democrático de la ciudadanía, de un país que creyó ser diferente.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 24/09/2016 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
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