Flor silvestre. Cieza |
Ustedes saben que según el catecismo católico son siete los pecados capitales. Pero cuando el papa Gregorio I (San Gregorio Magno, doctor de la Iglesia, que era nieto y biznieto de papas) los enumeró hace la friolera de 1.500 años, no se conocían ciertos vicios sociales que hoy en día nos esclavizan y nos avergüenzan.
Los tradicionales siete pecados, en el orden en que fueron utilizados luego por Dante en la Divina comedia (siglo XIV), son: la Lujuria, la que practicaba el tipo ese que era Director Gerente del Fondo Monetario Internacional, y que se ha caído con todo el equipo por el supuesto abuso sexual a una camarera en un hotel de Nuevayork. La Pereza, como la que tenía uno, que según contaba mi abuela, estaba durmiendo bajo una higuera y le cayó una breva madura en la boca, y por no hacer nada, se ahogó con ella. La Gula, practicada por alguna gente que come más que las orugas, y luego la ves por la calle andando y parece a punto de reventar, o por los botelloneros, que se emborrachan indignamente bebiendo alcohol a calzón quitado. La Ira, la que comenten los malapersonas de la violencia machista, que ya llevan asesinadas en España 27 mujeres en lo que va de año. La Envidia, tan mala es que a quien la padece se le pone la cara verde de tanto desear el fracaso al prójimo. La Avaricia, que es el acaparar muchos bienes aun costa de que otros sufran pobreza (según el Principio de Pareto aplicado a la economía, el 20% de la población mundial poseería el 80% de los recursos). Y la Soberbia, vicio muy común en la actualidad por el que una persona se piensa más importante que otra; el fulano soberbio ningunea al vecino, al compañero de trabajo, al colega de profesión..., y suele creerse superior por condición, titulación, empleo, religión, etc.
Pero como les decía antes, quizá habría que añadir nuevos “pecados” a los siete citados; de hecho, en el año 2010, el Vaticano presentó una lista con otros siete “pecados sociales” que vendrían a reforzar o “modernizar” los siete clásicos de siempre; éstos, según la moral católica, serían: la manipulación genética, la experimentación con embriones humanos, el contaminar el medio ambiente, el provocar injusticia social, el causar pobreza, el enriquecerse a expensas del bien común o el tomar drogas.
No obstante, el otro día, estando en una celebración de primera comunión (ya saben ustedes que nos hallamos en la época del año propicia para ese tipo de fiestas), pensé que haría falta agregar a los ya sabidos un “octavo” pecado capital: el Derroche. ¡Qué lástima de comida tirada a la basura, habiendo tanta necesidad! Me acordé de cuando mi abuela decía: “¡comer sin gana es pecado!” Pues entonces, comer después de estar harto, dejar casi todo en el plato y arrojarlo a la basura, ¿qué es?
Ya saben ustedes que esto de las comuniones ha cambiado como de la noche al día. Ahora ya no es como antes, que se celebraban en un bajico a base de bocadillos de anchoas y salchichón, olivas, tallos, patatas fritas y cascaruja, y con los invitados de pie o sentados en sillas de tijera. Ahora, en cambio, las comuniones se asemejan en fasto, en lujo y en derroche a las bodas. Lo primero es que los progenitores de la criatura ya no quieren regalos (antes le regalabas al chito o la chita un libro de cuentos, un balón, una mochila, incluso una prenda de vestir, y cumplias; ahora no, ahora hay que apoquinar dinero).
Luego, cuando se sale de la iglesia, ya no se va uno calle alante detrás del niño o la niña en estado de gracia al punto del ágape. Pues como te han dado previamente la tarjeta del salón de celebraciones, al terminar el acto religioso, cada cual con su coche o, si se tiene intención de pimplar, en el autobús que ponen ex profeso, debe dirigirse al lugar del banquete. Allí te espera un equipo de camareros para mantenerte picando y bebiendo en la puerta hasta la llegada de los anfitriones (bueno, está claro que uno previamente ha soltado por exceso el precio del cubierto).
Mientras tanto, y durante la espera, te has fijado en qué mesa tienes que sentarte y, como casi siempre, te han zampado a alguien con quien no te hace ninguna ilusión compartir mantel. ¡Vaya...!
Luego, durante la primera parte del festín, los camareros, solícitos, remolinean alrededor de las mesas para ir trayendo nuevos platos y llevarse inacabados los anteriores. De forma que cuando uno ya no puede más y se ha aflojado la corbata y el cinturón y es casi media tarde, viene la pregunta del millón: “¿carne o pescado?” (uno contesta: “vale, ¡lo que más rabia te dé!”, porque en realidad de lo que uno tiene ganas es de irse ya a dormir la siesta). Y te vienen entonces con un pedazo de pata de cordero o de cabrito, o con un solomillo de cerdo a la pimienta, acompañado de abundante guarnición, que no lo salta un galgo, riquísimo todo, eso sí, pero a ver quién es el valiente que se come eso. Tú entonces, sin gana, escarabajeas un poco en el plato y te dispones a esperar estoicamente la llegada de la tarta un par de horas después, la cual dará colofón al derroche gastronómico.
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©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 28/05/ 2011 en el semanario de papel "El Mirador de Cieza")
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya").
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