Actual Cristo del Consuelo |
Cuando acabó la Guerra Civil española, la ira no se extinguió con el abandono de las trincheras por parte de los combatientes. Siempre pasa lo mismo en las luchas fratricidas, que después del fin de las batallas permanece en el pueblo la sombra alargada del odio y el rencor.
En 1939, la victoria del bando rebelde, no sólo fue de carácter militar, con el aniquilamiento del ejército contrario, y civil, con la destrucción de un modelo existente de sociedad democrática para imponer otro basado en el autoritarismo, sino que también fue una victoria estrechamente unida al triunfo religioso (no en vano llegarían a denominar aquella contienda como “cruzada”). Era normal, pues en el bando de los perdedores, que fue el del Gobierno legitimado por las urnas dentro de un régimen democrático de República, hubo un malicioso “dejar hacer” y una pervertida aquiescencia, primero ante la represión, persecución y detención de la gente por sus creencias religiosas, luego ante la quema de iglesias y de imágenes de culto (“...todas las iglesias y conventos de Madrid no valen la vida de un solo republicano”, diría el mismísimo Presidente Azaña “justificando” la barbarie con su engañosa disyuntiva) y finalmente ante los asesinatos de religiosos y aun de ciudadanos corrientes sospechosos de oír misa o de rezar el rosario.
Por eso tras la maldita Guerra Civil, cuando media España se puso a la tarea de someter a España entera, la nueva autoridad tuvo allanado gran parte del camino para matrimoniar con la Iglesia y lograr que el sable y la mitra entraran juntos bajo palio a las catedrales. Así fue y así pasó. Y no debemos ocultar nuestra historia reciente ni tener miedo a hablar de ella. Han transcurrido más de setenta años, y esta sería la edad para perder la inocencia y desvelar cualquier mito al respecto. ¿A quién le pueden interesar ya los mitos, salvo a los que prefieran seguir creyéndoselos por nostalgia vana o haciéndolos creer a otros por ranciedad política?
Como ustedes deben saber, Cieza no se libró de la mancha negra de nuestra Tragedia Nacional, pues aquí, desde el principio hubo odios, persecuciones, encarcelamientos y asesinatos; mas después, cuando supuestamente había llegado la paz, continuaron los odios, las persecuciones, los encarcelamientos y los asesinatos. De modo que si ustedes creen todavía en el viejo mito de “buenos y malos”, ya es hora de que miren con otros ojos aquella lejana y cruda realidad, donde a uno y otro bando sólo les diferenció el utilizar distintos argumentos para cometer las mismas barbaridades.
Sin embargo, durante la posguerra tenebrosa de principios de los cuarenta, cuando continuaban desatados muchos de los demonios que habían desgajado en dos aquella sociedad martirizada, convenía alimentar ciertos mitos por parte de la nueva autoridad, como el de que Dios estaba del lado de los invictos cual Yahvé estuvo con los ejércitos de Israel en el Viejo Testamento. Mientras que el pueblo llano, con la memoria reciente de los horrores vividos, prefería aceptarlos cual mera esperanza de que la sociedad tenía que cambiar algún día.
En Cieza, como unas gentuzas habían quemado la imagen del Cristo del Consuelo en la misma puerta de la Ermita, cuando restituyeron luego la talla trayendo otra gemela que existía en Caravaca (el actual Cristo), bajaron la nueva imagen por el Camino de Murcia (antes Calle Libertad) hasta las puertas de la Cárcel y, quizá como desagravio por las ofensas, los sacrilegios y los actos bárbaros cometidos en tiempos de guerra contra el culto religioso, o quizá por puro trágala vengativo de la nueva autoridad, a los presos políticos les hicieron cantar a punta de mosquetón el “Perdona tu pueblo Señor.”
Pero por aquel tiempo de principios de los cuarenta sucedían en los pueblos algunas cosas a las que se les reconocía un sentido sobrenatural, bien como oportuno castigo del Cielo por los pecados sociales cometidos, bien como signo de reconciliación con las gentes, que retornaban a las tradiciones religiosas de toda la vida (no es nuevo en la historia del mundo que el hombre atribuya a la Divinidad los mismos bajos sentimientos que nos arrastran a veces a la lucha de hermanos contra hermanos).
Se decía, por ejemplo, que aquí en Cieza, a quién había arrojado al río una de las imágenes sagradas en los momentos de la ira iconoclasta del treinta y seis, luego se le ahogaría un hijo en el mismo lugar (¡castigo de Dios!, corría de boca en boca).
Se contaba que un pobre hombre, que al parecer se había mofado absurdamente de la imagen del Cristo del Consuelo, atribuyéndole un feo adjetivo en alusión al roquete o “falda” que le cubre, fue atropellado por un camión que le destruyó por completo su partes, por lo que éste se vería obligado a vestir tan solo con un batín de por vida (¡castigo de Dios!, decía la gente por lo bajo).
Pero hubo también en Cieza un suceso por el cual muchas personas reconocieron la intervención de la voluntad de Dios. Fue en un Día de la Cruz, cuando la Plaza Mayor y los alrededores de la Iglesia de la Asunción estaban de bote en bote de gente. Iban a sacar el Cristo del Consuelo (el nuevo) para subirlo a su Ermita (la gente beata decía que Éste tenía que “pagar alquiler” mientras se hallaba en dicha parroquia). Entonces, echadas las campanas al vuelo para gloria de la venerada imagen, que tanta devoción ha inspirado siempre a los ciezanos, uno de los badajos de éstas se rompió; no se supo cómo, pero la pesada pieza de metal salió girando por el aire con el impulso del volteo de la campana, descendió desde la altura de la torre como un peligroso obús y cayó con estrépito en mitad de una multitud de personas en la que no cabía ni un alfiler sin rozar un pelo a nadie (¡milagro de Dios!, se tuvo por seguro).
©Joaquín Gómez Carrillo
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(Ver artículos anteriores de "El Pico de la Atalaya").
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