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Plaza de España de Cieza |
Hay personas que, sin haber ido nunca a una universidad, sin contar apenas con formación académica y sin ejercer un empleo o profesión que les relacione con grupos de gente “instruida”, poseen un sorprendente nivel cultural y un perfecto “amueblamiento” de su cabeza que para sí quisieran muchas otras que se las dan de importantes. Una de estas personas, amiga mía y vecina de otra localidad, a quién yo, por razones de mi anterior oficio, visitaba en su taller de vez en cuando, hablando del modo de ser de la gente y de la idiosincrasia de ciertas sociedades, me confesó un día con tristeza: “¡me da vergüenza de ser de este pueblo!” (del suyo, se refería el hombre con pesar).
De entonces acá han pasado unos cuantos años y, en ciertos aspectos, las cosas no han ido a mejor. Posiblemente, igual que ocurre con los altibajos de la economía, que tras las vacas gordas suelen venir las flacas, la actitud social de la gente ante la vida también está afectada por ciclos; de hecho la historia nos muestra ejemplos de ello, ya sea a niveles nacionales, ya a una escala mayor (uno de los grandes cambios sociales que registran los libros fue el paso de ciertas culturas de la “edad oscura” al renacimiento). Pero yendo a lo local, al ámbito que directamente nos afecta, pues roza y hasta colisiona a veces con la educación que se esfuerzan en dar muchas familias a sus hijos, Cieza posiblemente se halle en un periodo de decadencia social, ¡cuidado!
Es cierto, y ustedes me darán la razón, que hay una pérdida de valores en general, y que los gobernantes incapaces, cada vez más inclinados por la ingeniería social que por el respeto a las tradiciones que armonizan con las leyes naturales, recurren muchas veces al ilusionismo engañoso de ofrecer nuevos derechos, sacados de la manga, para distraer al pueblo que sufre la carencia de aquel bienestar esperado, o prometido. Es cierto que, como ocurre en la “Canción del Pirata”, de Espronceda, cuyo personaje poético contiene las esencias puras de los “antisistema”, y habiendo vagado nuestro país durante cuarenta años por el desierto del pensamiento único, parece que en la actualidad más mediática no hay mayor dios que la Libertad. Y es no menos cierto también que aquellos hijos, educados en la ruptura del “renacimiento” español de finales de los setenta, cuando pasamos de golpe del “todo prohibido” al “todo permitido”, ahora tienen responsabilidades de educar a otros hijos, y muchas cosas, antes asentadas por principios que venían de nuestros padres y nuestros abuelos, parece que se les han escapado de las manos.
No se trata, centrándonos una vez más en nuestro pueblo, de ofrecer todos aquellos avances materiales que se consiguen con dinero (buenos paseos, magníficas aceras, excelentes servicios, adecuado urbanismo, suficientes infraestructuras o variadas programaciones culturales y festeras, por ejemplo), que eso está muy bien si se hace bien, pero que aparte hay algo más a tener en cuenta que incide en el bienestar social y en el elemental progreso humanístico de la gente: la buena educación y los buenos modales. Pues si no, ¿adónde camina una sociedad que, aun teniendo a su alcance toda clase de oportunidades, pierde el respeto y los buenos modales?
Algunas personas mayores añoran los viejos tratados de urbanidad. Pero la vida, en general, ha cambiado y quizá ahora son otras las formas, mas el fondo es siempre el mismo: el tener claro qué está bien y qué está mal. No se han parado a pensar algunos padres sobre el efecto que puede producir en sus hijos un mal ejemplo en el ámbito familiar. No se han parado a pensar algunos docentes el daño social que están provocando cuando permiten a sus alumnos (niños y adolescentes de ambos sexos) que les tuteen y les traten como a “coleguillas”, arruinando la disciplina en las aulas y rebajando a la nada la figura capital del maestro. Cuando eso ocurre, lo demás puede venir luego por añadidura. Y lo demás puede ser el fracaso escolar, cuyos individuos serán carne de paro en el día de mañana; la violencia verbal, y a veces física, contra los maestros y profesores, la predisposición al vicio (alcoholismo y otras drogas), el maltrato de los bienes privados y públicos (suciedad y destrozo en las calles como signo evidente), dificultad para relacionarse y exigir sus derechos como ciudadanos ante las instituciones, nula conciencia del cumplimiento de sus deberes y falta de respeto al semejante.
Yo no llego al pesimismo de aquél, mi amigo, pero un poco de vergüenza ajena sí que he sentido en algún momento cuando personas de otros lugares han llegado a Cieza por primera vez. (Si supieran cómo un chico argentino, venido de un instituto público de Buenos Aires, contaba sus impresiones al llegar a un instituto público de aquí...)
Mas me pregunto, ¿tienen responsabilidad en esto las administraciones, a través de sus servidores públicos? ¿Cuál es la vía para regenerar ciertos valores perdidos? ¿Cómo hacemos comprender que el vicio en la juventud de hoy es la puerta de muchos males en el futuro? ¿Podemos aspirar los ciezanos a una sociedad con mejores modales?
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