La Sierra del Oro

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A lo mejor muchos de ustedes, aprovechando la costumbre de “ir de mona”, han salido a los campos y a los montes estos días. Ahora es la mejor época del año, pues no hace ya frío ni tampoco excesivo calor; además, las plantas están florecidas, lo que constituye una delicia, tanto por su colorido, como por los aromas que desprenden al rozarlas.

En relación con esta buena práctica de conocer in situ nuestro entorno natural, ya se publicó un libro hace unos meses, que se titula “Cieza, aventura natural”, cuyos autores son Javier Ríos Velasco, Miguel Gual Pérez-Templado y José Antonio Pastor González (quienes visiten mi blog de “El Pico de la Atalaya” sabrán que ya escribí en su momento un artículo sobre ello, que titulé “El monte animado”). He de añadir que este bello libro, además de proporcionarnos conocimientos sobre la naturaleza que nos rodea y descubrirnos paisajes de nuestra geografía ciezana, tiene además la particularidad de servir de guía para hacer senderismo o recorrer rutas en bici de montaña, actividades nobles que han proliferado en los últimos tiempos y que son respetuosas con el medio ambiente.

Como les decía, aprovechando la buena tarde que hizo el “martes de mona”, nos acercamos a la Sierra del Oro, ese pulmón inigualable que posee nuestro término municipal. Subimos con el coche por la Carretera de Mula, despacio, pues es ésta una ruta para disfrutar, para ir mirando los bancales de almendros, las pinadas, los importantes vestigios de actividades humanas que se han perdido, como las canteras y hornos de yeso, las balsas de cocer esparto o las tejeras de fabricar ladrillo de forma artesanal. (No sé si todavía podemos albergar la esperanza de que no produzcan un erial con el ensanchamiento de esta carretera que tienen proyectado, de que no impongan una tremenda cicatriz en el paisaje, de que no realicen un desastre ecológico en la sierra, o de que no cometan una barrabasada arquitectónica con los inigualables puentes de piedra, joyas de la ingeniería de caminos del siglo XIX; y todo en aras, ni más ni menos, de que los coches puedan correr un poco más, como si el único objetivo de la vida fuera llegar diez minutos antes a no se sabe dónde).

Pues bien, una vez pasada la Casa del Tardío, y el cruce con el antiguo Camino de Cajitán, comenzamos a subir la Cuesta de la Herrada, recta, cuyas dos hileras de pinos que la flanquean y la integran perfectamente en el paisaje, tienen la friolera de 80 años (¡cuántos carros habrán visto pasar!, carros cargados de esparto, de leña, de vino del Campo de Ricote o la Copa de Bullas, de paja o de grano de Cajitán, o carros con familias de Cieza que solían marchar a los Baños de Mula en el mes de Todos los Santos). Si llegaran talar esos pinos, habríamos retrocedido 80 años, a los días en que los peones camineros los plantaron y los regaban llevando el agua a cántaros con una burra.

Una vez en la Casilla de la Fuente del Rey, hoy en día abandonada y rota, y lo que es peor, víctima de los vándalos ecológicos, que han arrojado impunemente basuras de todas clases en sus alrededores, tomamos a la izquierda la pista forestal que faldea la Sierra del Oro por toda su cara norte. No tengo que decirles la emoción que se siente al pasear por semejante lugar, desde donde divisamos a una todo el paisaje que va desde el Almorchón hasta la Atalaya. (Aunque si he de ser sincero, no me gustan las “calvas” que han hecho los forestales a ambos lados de la pista; lo considero un destrozo inútil de la flora autóctona, pues a los incendiarios y a los malapersona, que intencionadamente deciden cometer el delito de pegarle fuego a un monte, bien poco les importa caminar veinte o treinta metros con el mechero en la mano.

Luego pasamos el Barranco del Apio, umbroso y profundo, bajo el Pico rocoso de las Corralizas, y llegamos a la Fuente del Madroñal, la siempre visitada, donde el muro del Pozo de la Nieve a duras penas resiste sin que nadie mueva un dedo por conservar esta obra singular de nuestro patrimonio histórico.

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