Puente de Meco, una obra de la ingeniería de caminos de primeros del siglo XX. |
. Qué les iba a decir; el otro domingo llegué hasta la Herrada, contemplando los campos en invierno. Ya saben que cada estación tiene su interés: ahora toca la desnudez de los almendros, las higueras y las viñas; y de los melocotonares, podados de forma maestra y con el reloj de la savia parado, esperando que una fuerza natural les haga explotar, algo más adelante, en su espectáculo multicolor de la floración.
Nada más salir del pueblo me detengo a fotografiar el Puente de los Nueve Ojos, ¡magnífico!, con sus arcos estirados de 19 metros de luz, perfectamente ensamblado piedra a piedra, como aún se construían las obras importantes en el siglo XIX. Ojalá a nadie se le ocurra hacerle ningún “pegao postizo” de hormigón. Luego admiré una vez más la soberbia olmeda que flanquea la carretera. Últimamente han hecho una reparación de los arcenes respetando los árboles, aunque para mi gusto deberían expropiar el suficiente terreno por la parte externa de los troncos y construir un paseo hasta el Maripinar.
Paso la acequia de la Andelma y la antigua fábrica de picar esparto de Zafra (luego almacén de manipulado de ajos), de donde tradicionalmente ha salido siempre la Cabalgata de los Reyes Magos. Poco más arriba, por “ca Julio”, que siempre diremos, le hago una foto a la Balsa de la Herradura, con su torreón del molino de viento, que sacaba el agua de la acequia en tiempos de Alfonso XIII.
Continuando adelante, la carretera hace un zigzag rotundo. ¿Saben ustedes por que? Fíjense cuando pasen: hay un depósito de agua, el cual ha sido construido sobre los restos de otro antiguo depósito, a todas luces anterior a la carretera, quién sabe de cuándo y para ser llenado con qué manantial. A partir de ahí, el paraje se conoce como el “Rincón de Mula”, con los restos de la Casica del Tío Mona (en las brumas de mi niñez, éste se hallaba sentado en la puerta fumando pavas y viendo pasar los carros cargados de esparto.
Llego al lugar donde estuvo la Casilla de las Ermiticas; a ambos lados de la carretera permanecen aún dos sifones para el paso del agua de riego, de cuando arriba, en la finca de los Cocos había un manantial y una balsa. Pocos metros más adelante, a la izquierda, frente al hito del kilómetro 3, queda el aljibe de los camineros: su bóveda de piedra, su pileta de lavar y su brocal octogonal de sillería casi se confunden con la maleza.
Seguidamente, contemplo despacio el Puente de Meco: una maravillosa construcción que debería de protegerse contra cualquier intento de reforma con pegotazo de hormigón y ferralla. El puente, sobre el Barranco del Madroñal, que ahí cambia su nombre por el de Meco, tiene tres ojos con arcos casi de medio punto. Su construcción, desde los cimientos hasta arriba, es de piedra trabajada (probablemente extraída de las canteras de la Sierra de Ascoy y cortada en una serrería que en tiempos hubo junto a la báscula de Zamorano). Más abajo, a la orilla del barranco, está la Balsa de cocer esparto de Amorós, aún funcionando.
Luego paso el empalme de la carretera del pantano (a la derecha me acuerdo que estaba la Balsa Reonda de cocer esparto, destruida no hace mucho por ese afán ciezano de no dejar títere con cabeza). Dejo atrás una hilera de olmos mutilados torpemente de ramaje y, antes de atravesar el puente de la Ramblilla (igualmente de sillería y de un solo arco), me paro al lado del mojón del kilómetro cuatro, y tiro una foto a la tendía de los Marcos, donde hay algunas hacinas de bultos y en cuya balsa aún siguen cociendo esparto. Después la carretera, confundida en el paisaje, curvea y se pega a las faldas de la Serreta.
Llego al Collao de Marcos, cuya casa en ruinas conserva una higuera en la puerta. Por este collado pasa la famosa Vereda de Concejil (tengo un mapa del año 1941 donde lo pone), que viene de los campos del otro lado del río, atravesando éste por el vado de Perdiguera y subiendo después por la Herrada hasta los llanos de Cajitán). En el mismo Collao, a la derecha de la carretera y dando vista al Ginete, estaba la cantera de yeso de los Migasecas; allí mismo extraían la piedra y la “quemaban” en los hornos antes de transportarla al pueblo y molerla.
La carretera continúa arropándose de pinos y, algo más adelante veo las ruinas de un antiguo ventorrillo, junto a un manantial de agua que no aprovecha nadie, salvo los pájaros. Justo enfrente estaba la Tejera del Tío Almagro, cuyo horno de cocer ladrillo moruno aún se puede observar a la orilla del barranco; y, en el hondo de éste, veo la Balsa del Pino, donde también cocían esparto hace años. Más allá, entre viñedos y almendrales se yergue la silueta de la Casa de los Prados, con su ermitica anexa.
Y ya, en vez de enfilar la Cuesta de la Herrada, perfectamente integrada en el entorno con sus dos hileras de pinos (¡ojalá nadie los corte!), tomo a la derecha una rampa inverosímil que me conduce, primero a una vieja cantera de yeso, lunar y desolada, y después a la cima del monte, donde se halla el observatorio de los forestales. Allí, escuchando el silencio, me siento en una piedra, junto a unas matas de ajedrea, y me regalo a placer todo el paisaje.
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