Por fin llegó el otoño

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Afortunadamente ya ha pasado el verano; este seco y caluroso verano que no nos ha dado tregua ni respiro durante tres meses. Todos los días, una calor insoportable; todas las noches, un bochorno agobiante (dicen los expertos que a partir de veintinosecuantos grados no se puede conciliar el sueño. No se lo crean ustedes, ¡hasta con treinta grados de temperatura hemos tenido que dormir muchas noches!

Pero ya llegó el otoño, y con él las deseadas lluvias; ojalá llueva mucho sin hacer daño en los campos ni en la agricultura. Que caiga el agua bien caída, despacio, recalaera; ¡que llueva hasta que salgan helechos en la Atalaya!; que llueva para que se acrecienten los manantiales, para que se repongan los acuíferos del subsuelo, para que verdegueen los montes, incluida la Sierra de Ascoy, que tiene palidez de muerto; para que se llenen los pantanos y no tengamos que mendigar el agua, para que se pongan frondosos los pinos de las montañas y las arboledas de los bosques de ribera, para que el río baje crecido y haya agua para todo lo que haga falta, sin derrocharla ni malgastarla.

Hoy, cuando les escribo, ha llovido por la tarde. Luego hemos ido andando hasta el Paseo Ribereño, a orillas del Segura. ¡Qué gusto respirar los aromas naturales del campo tras la lluvia! El olor a la hierba empapada, el olor del heno húmedo, el olor a las hojas caídas en los charcos, el olor a la tierra mojada de los bancales. Hay muchas personas que tienen la suerte de apreciar la hermosura de este otoño tan esperado que acaba de empezar; personas que caminan casi a diario de puente a puente (el de Hierro, el de Alambre y el del Argaz) disfrutando de este bello lugar que es la orilla del río. ¡Lastima que haya otras gentes sin miramiento, capaces de arrojar basuras en estos lugares! Pues a lo largo de todo el Paseo Ribereño, tras la barandilla de hierro, hay botellas, bolsas de plástico, vasos, vidrios rotos, cajas de pizzas y toda clase de inmundicias que nuestros amados conciudadanos, con el más absoluto desprecio a un elemental civismo, han ido echando a lo largo del tiempo! ¿Quién lo mandará limpiar? ¡Aquel que tal cosa hiciere, buen dirigente será!

Pero yo, en fin, les quería hablar del otoño. Esta es una estación que también tiene su encanto, lo mismo que la primavera. Ahora, en este tiempo que entra, los inmensos melocotonares de nuestro término de Cieza van adoptando tonos cromáticos que van del amarillo claro hasta el rojo intenso; cada variedad tiene un color de hoja distinto, y sólo hay que darse una vuelta por diversos parajes, como el Quinto, el Hacho, la Venta del Olivo, La Carrichosa, las Cañás, la Parra, el Horno, las Lomas, etc., para contemplar los mejores lienzos impresionistas, surgidos de la paleta de la naturaleza y el trabajo del hombre. No se lo pierdan, pues lo mismo que la floración, son estampas fugaces, efímeras cual las cosas bellas de la vida.

Y si no puede desplazarse lejos para admirar la luz del otoño, asómense dentro de poco al Balcón del Muro y ya verán ustedes qué coloración van tomando los olmos de la Hoya, en la Carretera de Mula. No sé si sabrán que esta es una de las olmedas más importantes y mejor conservadas de España (el secreto está en las tierras cultivadas al estilo tradicional a ambos lados de la carretera). O mejor, vayan dando un paseo bajo sus ramas cuando estos árboles centenarios se hayan puesto del todo amarillos y empiecen a soltar la hoja. ¡Toda la carretera, desde el Puente de los Nueve Ojos hasta el Maripinar, se alfombra de hojas caídas! ¡Un prodigioso caleidoscopio de luces y colores!

¿Se acuerdan de aquella lápida que hay en la Plaza de Viv-Rambla, en Granada, que dice: “Dale una limosna, mujer, que no hay peor cosa que ser ciego en Granada.” Pues no les digo más.
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