Acequia La Andelma |
Isaac era de los sujetos a la tierra. Agricultor tenaz y mediero fiel de su señorita, hasta que el tiempo, juez de lo bueno y de lo malo que empareja a todos por igual, le obligara a permanecer sentado en una mecedora, con los ojos entrecerrados, fijos en el horizonte borroso de los recuerdos, y listo el equipaje para coger su último tren a punto de partir. Pero la imagen suya que guardaré siempre con emoción en mi cabeza es la de un día del mes de agosto de 1969, en Perdiguera, bajo el fragor de las cigarras del medio día, metido en la acequia de La Andelma con los pantalones remangados hasta las rodillas, agarrando los barbos vivos con sus manos y echándolos en una capaza frutera.
Por entonces aún se cuidaba el medio ambiente y las aguas venían limpias y sin contaminación. Cuando íbamos a bañarnos al río después de la siesta, a la Presa, al Álamo, a las Estacas, al Arenal o a la Zarza, gozábamos, libres como pájaros, del exultante placer de capuzarnos y beber de la corriente. Las mujeres de las casas habitadas de la huerta, donde todavía se hallaba vigente el respeto a las tradiciones antiguas, solían bajar al amanecer hasta los entradores[i] a llenar las cántaras de agua fresca, que con sus tapetes de punto de ganchillo posaban luego sobre el tinajero o colgaban de una estaca en la pared. Y cuando abrían los escorredores de las acequias para limpiar el barro y cortar las cañas de los quijeros, los huertanos se metían descalzos a coger los peces, que nadaban a la desesperada intentando remontar la corriente.
Isaac y la Cirila no habían tenido hijos, aunque por aquel tiempo ya andarían en edad de ser abuelos; por eso quizá se alegraban tanto de que les hiciera compañía algunos domingos o me quedase con ellos en el campo durante varios días cuando me daban las vacaciones en el Instituto. Nunca tuve muy claro el parentesco lejano que unía nuestras familias, pero puedo afirmar que el compromiso noble de la amistad era más fuerte que el vínculo de la sangre. Él decía que yo era su secretario cuando alguien le preguntaba por mi presencia.
–Este es mi secretario –aseguraba Isaac, orgulloso.
La casa donde vivían miraba al Norte, grande y desangelada, con unas cámaras altas, en cuyos palos del techo habían pegado sus nidos de barro las golondrinas y donde estaban las trojes de la cebada, del trigo o del panizo. La planta baja tenía el piso de losas rojas de barro, algo comidas por los años, que la mujer fregaba todos los días de rodillas. A la mano izquierda según se entraba, estaba la alcoba de ellos, con un retrato grande de cuando eran jóvenes, enmarcado en un óvalo negro sobre el cabezal de la cama. A la derecha se situaba la chimenea, grande para cobijar a toda una familia, donde ella cocinaba en la lumbre sobre unos trébedes de hierro. Luego, al frente había tres puertas: la del corral, la de un cuarto no muy grande con algunos enseres y un catre de campaña, y otra junto a la cocina con el dintel bajo, que Isaac debía llevar cuidado de no darse en la crisma, por la que se entraba a la cuadra y a través de la cual se oía a las bestias rosigar granzones en los pesebres.
Mi padre llegaba por el camino pedregoso con aquel Escarabajo negro que se había traído de Alemania, se detenía bajo el pino grande que había en la puerta, donde al atardecer montaban la escandalera cientos de gorriones, y me daba rienda suelta.
–¡Isaac! ¡Cirila! Ahí se queda éste. –Y se marchaba.
Ella entonces, en aquella habitación con ventanuco al medio día, donde tenía la zafra del aceite, la artesa, la tabla del pan con el tendido, las botellas del tomate en conserva y dos rastras de panochas morunas colgadas del techo, me preparaba el catre con un colchón de lana, tan mullido que me hundía en él durmiendo como en arenas movedizas; y colgaba un candil de una púa junto a la cabecera por si a media noche tenía una necesidad.
Luego, por las mañanas, antes de que saliera el sol, aun en contra de la opinión de la Cirila, el hombre golpeaba suave a la puerta del cuarto con el puño de la hoz, con el mango de la picaza[ii] o con el rabo de la horca.
–Deja al zagal tranquilo, que es mu trempano –aconsejaba ella. A lo mejor a la Cirila, cuyo vientre ocioso se había mantenido seco del manantial de la vida, también le gustaba sentir y disfrutar de mi presencia infantil en la casa.
–¡El que muncho duerme, poco vive! –sentenciaba él invariablemente. Y me urgía a desprenderme de la telaraña del sueño con dos manotadas de agua fría en la cara, tomarme un tazón de leche recién ordeñada de la cabra con sopas de pan y seguirlo después por la senda a los bancales.
©Joaquín Gómez Carrillo
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_________________________[i] Lugar en el quijero de la acequia donde se podía llenar agua, lavar o abrevar los animales.
[ii] Azada pequeña de mano
Me recuerda tanto a mi niñez y a mi padre que se me han saltado las lagrimas.
ResponderEliminarMe ha encantado lo que has escrito en este caso y en general. Me tomo la libertad de poner este enlace en facebook ( en mi biografía - no sé por qué se llama así- y enviarlo por correo-e a un grupo númeroso de amigos)
ResponderEliminarGracias Bartolomé por tu comentario. Te agradezco que de alguna manera difundas mi artículo.
ResponderEliminarSaludos.