El ministro Bermejo de montería |
No sé si se acuerdan ustedes (quienes tengan edad para acordarse, me refiero), de una canción del grupo Jarcha, que empezaba diciendo: “¡Hola Pepillo! ¡Hola Manué! ¡Qué tal, Rosarillo! ¡Mu güenas, José!... Me h’enterao qu’en la montería que diste en tu coto habeis destroshao toa fauna qu’allí s’escondía. ¡Hala, exagerao!, sólo hemos matao cuatro mil perdishes, doshientos conehos y treinta venaos, y unos cuantos bishos no identificaos…”
La canción era una crítica fina contra los vividores de aquella España profunda que creíamos que tocaba a su fin; de aquella sociedad de marqueses terratenientes, de señoritos decimonónicos y de políticos conchabados en el caciquismo de los pueblos; de aquella forma de vida contra la que debían luchar las nuevas generaciones con las armas de la inteligencia, de la cultura, del trabajo bien hecho, de la tolerancia democrática y de la honradez en los cargos públicos; ¡de la honradez, Señor Ministro!
Pero la historia de los libros se repite más que la morcilla; a veces, incluso, se repite de una manera esperpéntica, ridícula y cicatera… Y miren por dónde, después de aquellos monarcas medio simples, impotentes o hemofílicos, que holgazaneaban escopeteando ciervos en los montes de El Pardo, mientras sus consortes holgaban con el “valido”; después de aquel general, cuya efigie de “caudillo por la gracia de Dios” duró más de cincuenta años en el anverso de las monedas, el cual disparaba por placer a los corzos en Albacete, y en cuyas cacerías se cocían los grandes asuntos de la dictadura y al día siguiente se les mandaba el motorista a los caídos en desgracia del régimen…
Después de los campeonatos pueblerinos de tiro al pichón, para divertimento de escopeteros de casino; después de las expropiaciones fallidas a los terratenientes andaluces y extremeños por aquel González jovencico del ochenta y dos, con la melena a lo Camilo Sesto, que le dio por veranear en el Azor, cuya sentina aún olía a los cuescos de Franco, y cuya esperanza del cambio proclamado se llevaron al carajo los Boyeres, los Roldanes, los Rubio, los Barrionuevo y otros mangantes con piel de Obrero.
Después de tanto ecologismo moderno, de tanta protección del lince de Doñana, del muflón de Sierra Morena, del oso del Pirineo, del lobo ibérico, de la cabra montesa y del cabrón hispánico… Después de tanto verde, grinpís, nuncamais, noalaguerra, antitaturinos, protectoras de las rapaces, que no hay dios en este país que le toque los huevos al halcón peregrino…
Después de tanto hacer crítica sobre los bárbaros que arrojaban la cabra desde el campanario de la iglesia; después de tanto denostar a los que gozan viendo sufrir a los animales cuando los torturan en los ruedos, cuando al maestro, la “suerte” de matar no le viene de cara y tiene que pinchar varias veces provocando una sangrienta agonía en el animal… Después tanto y tanto, ¡lo que son las cosas, Señor Ministro!, hemos vuelto a lo mismo: a las monterías de los señoritos andaluces de Jarcha. A las fotos esperpénticas de hileras de venaos muertos en el suelo con sus hermosas cornamentas ramificadas. Y lo que es mucho más grave: tras las víctimas inocentes del placer del ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, de pie, con el torpe orgullo primitivo de aquellos detestables cazadores de la India de los rajás, escopeta a lo Carlos III de los billetes de cinco mil pesetas, y con el rostro visiblemente desmejorado por la juerga de la noche antes, pues ya no va teniendo usté el cuerpo para esos trotes Señor Ministro, aparece en la foto el héroe de la cacería, ¡valiente matador…! (Decía mi abuela que la falta de vergüenza, causa vergüenza; y qué verdad que es).
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