INTRODUCCIÓN

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JOAQUÍN GÓMEZ CARRILLO, escritor de Cieza (Murcia), España. Es el autor del libro «Relatos Vulgares» (2004), así como de la novela «En un lugar de la memoria» (2006). Publica cuentos, poesías y relatos, en revistas literarias, como «La Sierpe y el Laúd», «Tras-Cieza», «La Puente», «La Cortesía», «El Ciezano Ausente», «San Bartolomé» o «El Anda». Es también coautor en los libros «El hilo invisible» (2012) y «El Melocotón en la Historia de Cieza» (2015). Participa como articulista en el periódico local semanal «El Mirador de Cieza» con el título genérico: «El Pico de la Atalaya». Publica en internet el «Palabrario ciezano y del esparto» (2010).

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28/12/08

El viaje de irás


(Quinto relato del libro "Relatos Vulgares")



En recuerdo del edén perdido de la primera juventud,
cuando todo milagro aún era posible


En el Séspir ponían entonces los martes las mismas películas que los sábados, pero acudía mucha menos gente y se estaba mejor. Al Fasi y a mí, por tanto, nos gustaba ir al cine en martes en lugar de hacerlo en sábado o en domingo, que estaba siempre hasta la bandera. Solíamos meternos a las siete o las ocho, y salíamos cuando cerraban ya el cine después de las doce, de modo que veíamos la misma lo menos dos veces.

Aquel día echaban, en sesión continua, La Romerito y una rusa que no me acuerdo ahora bien del nombre, pero cuyas imágenes estuvieron acudiendo durante horas después a mi cabeza como flashes indelebles, y estuvimos viéndolas hasta que nos echaron del cine.

En las bodegas del gran acorazado a vapor penden en desorden las hamacas como si fueran crisálidas a medio desbaratar, de las cuales, rompiendo un sueño de siglos, surgen humillados, los cuerpos de los marineros.

A ver, vosotros, que nos vamos. El acomodador, un hombre enjuto que renqueaba un poco del lado izquierdo y que le decían el Tomaso, nos conocía ya bastante bien; y no sólo de vernos allí en el Séspir, dónde éramos asiduos, sino también de compartir las duras fatigas de hacer leña en el monte, como tantos y tantos cientos de personas por aquella época, pues ésta era el único combustible de los pobres, que entonces en España éramos casi todos.

Luego, cuando salimos a la calle, no supimos para qué lado tirar; así que hablando, hablando...
¿Tú quiereh que noh ganemoh unah pesetillah?, me dijo el Fasi.

Sí, contesté. ¿Cómo?

Poh mu fasi, respondió con su acento sevillano.

Aquella noche había una hermosa luna llena y la carretera general, solitaria prácticamente (estoy hablando del año mil novecientos treinta y uno), se hallaba flanqueada en todo su recorrido por dos hileras interminables de pinos. Nosotros pedaleábamos sin tregua; unas veces iba yo delante llevando al Fasi a rueda, y otras nos turnábamos y pasaba él el primero. Las bicis iban equipadas con sus dinamos y su luz, pero el de atrás la llevaba desconectada, porque para qué. Además, si veíamos circular algún noctámbulo por la carretera, apagábamos en seguida. Cuanto menos nos vieran, mejor.

El Séspir era un teatro muy bonito y con cierto lujo de primeros de siglo. Se componía del patio de butacas, principal con plateas y general o gallinero. Lo más barato era el gallinero, que tenía por asientos unos bancos corridos de tablas, llenos de chinches, a dónde iban los hiladores, los esparteros y todos los muertos de hambre del pueblo, y allí era dónde el Fasi y yo nos metíamos los martes por la noche. Luego, en la última película, cuando quedábamos ya en la sala cuatro gatos, el Tomaso, echándonos la linterna a la cara nos decía: bajarse a butacas, ¡venga!, que voy a cerrar esta parte d’arriba. Y entonces nos sentíamos, pobres ilusos, como maharajaes, allí dónde se sentaban los señoritos del pueblo.

Los marineros del gran acorazado, disconformes, reniegan en cirílico de la carne podrida del Zar que les dan por alimento.

Al Fasi, yo le tenía mucho aprecio. El pobre cayó luego en la toma de Teruel (en la retoma, porque Teruel fue la única capital de provincia que perdieron los rebeldes después de haberla poseído, y luego, en pleno invierno, la volvieron a conquistar con feroces combates y en unas condiciones climatológicas durísimas). Pero cuando aquello, lo de la noche en que nos fuimos a robar esparto en bicicleta después de salir del cine y pasó lo que nos pasó, teníamos sólo quince o dieciséis años, no tendríamos más; aunque ya llevábamos trabajado más que pelos había en nuestras cabezas. Porque yo, pequeñico, pequeñico, lleno de mocos y con el culo roto, bien me acuerdo, ya andaba dándole a la rueda en los hiladores: de meneaor, que se decía.

El Fasi había nacido aquí, pero su madre, que era de Utrera, le había enseñado a hablar con el acento de su tierra (“ustedeh loh mursianoh no sabéih apresiá lo que eh un buen gaspasho”. Como si la estuviera oyendo ahora mismo). Así que cuando él me llamaba, me decía: Fulghensio, con un deje de andaluz cerrado. Nosotros, en cambio le decíamos el mote y él se lo tomaba muy bien, porque al Fasi a bromista no le ganaba nadie.

El Marconi subía al monte a por leña sólo los domingos (los senderos de la montaña eran el fin de semana como caminitos de hormigas: todo el mundo con su haz de leña a cuestas) porque estaba colocado de botones en una banca. Éste se enteraba de muchas cosas, ya que poseía una radio de aquellas de galena (que se la había hecho él mismo), y nos las contaba. Al Marconi, que tenía novia: una guapetona de la orilla de la acequia, una que era Chula por parte de madre, le tiraba también algo la política, y, a veces, nos hablaba de asuntos que no alcanzábamos a entender, como del pacto republicano de San Sebastián, del encarcelamiento del Gobierno Provisional en pleno, del fusilamiento de Fermín Galán por rebelarse en Jaca meses antes, o de los esfuerzos vanos del Rey por sostener un régimen caduco que hacía aguas por todas partes.

El capitán Golikov amenaza a la tropa con colgarles del palo mayor o fusilarles, humillados, bajo una lona; mientras, la iglesia ortodoxa oficial, aquiescente, pone a Cristo por testigo.

Yendo por la Cuesta del Judío Errante, dónde los carreteros tenían que echar ternos por su boca para no atrancar con los carros cargados de esparto, el Fasi me confesó, bajo el desamparo de la noche, que la Chula, desde hacía tiempo, lo miraba a él de manera inflamable y se le deshacían las carnes al oír el gracejo de su verbo andaluz. La Chula se reía con él mucho, de eso nos habíamos dado cuenta, y le gastaba bromas que, a veces, envidiábamos un poco, como cuando lo tiró de un empujón a la pila del lavadero público en la Fuente del Anís, y él, como era verano entonces, le siguió la corriente desnudándose, para gozo y divertimento de las demás mujeres.

El domingo anterior había habido elecciones municipales (andando el tiempo, las elecciones más trascendentales de la historia de España), pero nosotros, entonces, no nos enterábamos mucho: habíamos empezado a tener uso de razón bajo una dictadura, y, aquellos y los que vinieron después, fueron tiempos tan difíciles que con subsistir teníamos ya bastante (hombre, habíamos leído cosas en los periódicos; por aquella época la gente solía comprar la prensa aunque no tuviera para comer).

Algo estaba ocurriendo en España, eso lo teníamos claro; aquel mismo día, en el pueblo, cambiaron la bandera del ayuntamiento por otra distinta que tenía una banda morada (mira Fasi, qué bonica, le dije, porque parecía traer la alegría a la cara de muchas personas) y la gente andaba por la calle con gran alboroto cantando y gritando libremente frases en contra de la monarquía y lanzando vítores a la república. Aquel martes por la tarde aparecieron banderas como la del ayuntamiento por todas partes. Estábamos asombrados; jamás habíamos visto cosa igual.

De dónde habrán salío tantah banderillah de coló moraito.

No sé, le respondí, se ve que las tenían escondidas en las arcas.

Hasta un cabrero, que jamás había tomado partido en política, paseó por las calles del pueblo su rebaño de cabras tetudas con banderas tricolores al cuello, y el cabrón lucía una más grande atada en los cuernos.
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(Continúa)
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Cuentos del Rincón

Cuentos del Rincón es un proyecto de libro de cuentecillos en el cual he rescatado narraciones antiguas que provenían de la viva voz de la gente, y que estaban en riesgo de desaparición. Éstas corresponden a aquel tiempo en que por las noches, en las casas junto al fuego, cuando aún no existía la distracción de la radio ni el entoncemiento de la televisión, había que llenar las horas con historietas y chascarrillos, muchos con un fin didáctico y moralizante, pero todos quizá para evadirse de la cruda realidad.
Les anticipo aquí ocho de estos humildes "Cuentos del Rincón", que yo he fijado con la palabra escrita y puesto nombres a sus personajes, pero cuyo espíritu pertenece sólo al viento de la cultura:
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* Tres mil reales tengo en un cañar
* Zuro o maúro
* El testamento de Morinio Artéllez
* El hermano rico y el hermano pobre
* El labrador y el tejero
* La vaca del cura Chiquito
* La madre de los costales
* El grajo viejo
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Frases para la reflexión:

"SE CREYÓ LIBRE COMO UN PÁJARO, Y LUEGO SE SINTIÓ ALICAÍDO PORQUE NO PODÍA VOLAR"

"SE LAMÍA TANTO SUS PROPIAS HERIDAS, QUE SE LAS AGRANDABA"

"SI ALGUIEN ES CAPAZ DE MORIR POR UN IDEAL, POSIBLEMENTE SEA CAPAZ DE MATAR POR ÉL"

"SONRÍE SIEMPRE, PUES NUNCA SABES EN QUÉ MOMENTO SE VAN A ENAMORAR DE TI"

"SI HOY TE CREES CAPAZ DE HACER ALGO BUENO, HAZLO"

"NO SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE Y LO HIZO"

"NO HAY PEOR FRACASO QUE EL NO HABERLO INTENTADO"