(Artículos de opinión)
Hoy de lo que les quiero hablar es de un tema que me duele como ser humano y me avergüenza como hombre. Se trata de las mujeres que van cayendo asesinadas, una tras otra, sin que esta lacra social de la violencia machista parezca tener solución a corto o a medio plazo. Desde luego, algo no se está haciendo bien. En este asunto andamos por mal camino y los poderes públicos, pienso yo, deberían de tomar otras medidas.
No sé si ustedes se han dado cuenta de una cosa: hay en esto algo desalentador y terrible a la vez: y es que nos hemos acostumbrado. Lo mismo que estamos acostumbrados desde hace años a que se maten los albañiles en los andamios, o los mineros en la mina; o a que se estrelle la gente en la carretera, o a que existan en el mundo el hambre y las guerras, nos hemos acostumbrado a que algunos hombres criminales, ¡demasiados!, asesinen a las mujeres por serlo. ¡Qué barbaridad! De modo que nos dicen en el informativo de la cena, “ya van cuarenta, o cincuenta, o sesenta este año”, y como si nos dijeran misa: ¡Nos hemos acostumbrado!
Disculpen ustedes, pero les voy a hacer una proposición desorbitada para ver si dan un salto de la silla. Piensen por un momento qué pasaría si, en lo que va de año, hubieran sido asesinados en España sesenta generales, o sesenta diputados, o sesenta alcaldes, o sesenta curas, o sesenta periodistas de la tele o sesenta futbolistas de primera división. ¿Qué pasaría, ¡eh!? Pues se lo digo yo: una hecatombe mediática y política; a estas horas estarían rechinando todos los engranajes sociales; se convocarían macromanifestaciones en todas las capitales, se echaría la gente a la calle en pueblos y ciudades, resonaría por doquier el “basta ya” de las manos blancas, o el “nunca mais” de las camisetas negras; se pondrían sábanas en los balcones con lazos de luto, se llevarían clavadas en la pechera insignias de solidaridad con las víctimas, se colgarían pancartas en los puentes y en los ayuntamientos, se leerían manifiestos de repulsa en todas las plazas, se tambalearían los estamentos sociales. Y, por supuesto, los mandamases competentes (Igualdad, Interior, Justicia…, hasta el propio Presidente del Gobierno) perderían la sonrisa bobalicona y triunfalista de las fotos y estarían todos cagaos a la pata abajo. Porque si, por un suponer, fueran sesenta generales, sesenta diputados, sesenta alcaldes, sesenta curas, sesenta periodistas de la tele o sesenta futbolistas de primera división las víctimas inocentes en lo que va de año, no les quepa a ustedes ninguna duda que el partido gobernante descendería a los infiernos y perdería automáticamente las próximas elecciones.
Pero no, compañeros; tranquilidad en las filas. Sólo son asesinadas mujeres anónimas; mujeres con nombres desconocidos que no afectan a la intención de voto en las encuestas del CIS; humildes madres de familia, sufridas trabajadoras, inmigrantes de países pobres o profesionales competentes que tienen metido el demonio en casa. Mujeres silenciosas y silenciadas, que como colofón de la tortura de los malos tratos machistas, van cayendo a manos de sus novios, de sus parejas, de sus maridos o simplemente de sus “ex”, terroristas sentimentales todos. Mujeres corrientes, sin renombre, sin mayor trascendencia en los medios de comunicación (sólo un flash informativo antes de pasar a los deportes), sin peligro alguno de que ello produzca alarma social. Únicamente, eso sí, cabe el desagrado de tener que ir contándolas.
De modo que alguien de los altos sueldos sólo se molesta en llevar la cuenta de los números: del uno al cincuenta o al sesenta o al setenta, cada año, qué más da. Como si fuera el designio de una fatalidad; como si se tratara de algo que no nos humilla a todas las personas decentes; como si fuera un castigo irremediable que nos envía el dios de la ira; como si la violencia contra la mujer fuera un virus para el que no hay vacuna y al que sólo se pueden poner paños calientes.
Yo les pido a ustedes que reflexionen. Con lo que se está haciendo hasta ahora por parte de las autoridades, ya ven que no basta. No basta con crear más departamentos específicos en la Administración y llenarlos cada vez más de personal que, a pesar de su bien hacer, no es capaz de remediar el problema. No basta con realizar campañas de teatrillo, charanga y charleta, que se quedan luego en agua de borrajas. No basta con llevar a cabo programas de buenas intenciones que no atacan la raíz de este mal social. No basta con las actuales leyes blandas y proteccionistas para el delincuente. No basta, sobre todo, con que los jueces dicten sentencias, cuando las dictan, que no cumplen después los maltratadores y potenciales asesinos. Y no basta, pues a la vista están los resultados, con el actual rigor de la policía para prevenir los crímenes.
Pero no hay que desalentar, porque aún se pueden hacer muchas cosas y quienes cobran por pensar deberían saberlo. Sin embargo, los poderes públicos, por cada asesinato de una mujer en este país, deberían ir haciendo una muesca en el haber de sus fracasos.
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