La primavera ha venido y está entre nosotros |
El tiempo es la magnitud principal de los seres vivos. Navegamos a través de él en una única y sola dirección: en la que nos lleva. El tiempo nos determina la vida, nos fuerza a vivirla, a soñar, a crear, a ser felices o infelices, y nos trae la muerte a su momento. Llevamos, desde el día de la concepción, un contador del tiempo impreso en el ADN de nuestras células. Nadie ni nada escapa al tiempo. Al fin somos prisioneros del tiempo porque somos tiempo; en él existimos, consistimos y, en una postrimería del tiempo llamada olvido, un día todos nos diluimos para alcanzar la nada.
Este es el tiempo nuestro, el tiempo pequeño, por el que luchamos, por el que a lo largo de la historia hemos construido sociedades y fabricado culturas, que no son otra cosa que simples hitos en el tiempo, marcas, huellas, testimonios de que los seres humanos, sabiéndose pasajeros del tiempo, se afanan por dejar un legado, material o inmaterial. Luego está el otro tiempo, el sideral, el tiempo grande, el tiempo de Einstein, de Stephen Hawking o de Dios. El tiempo que se alarga, se deforma o se eterniza. Aunque ese tiempo, la mayoría no alcanzamos a comprender, pues somos mera furufalla en la vastedad temporal del universo.
Pero el hombre de nuestro mundo actual ha inventado otra concepción del tiempo: el de los relojes, el que, troceado en horas minutos y segundos, se convierte en valiosa mercancía, y ha penalizado su transcurrir en vano con un adverbio fatal: “tarde”. (En el librillo de Azorín “Las confesiones de un pequeño filósofo”, donde cuenta su niñez en Yecla, estudiando en un colegio de Escolapios, dice que, pasados los años, y tras haberse hecho ya un reconocido escritor y llegar a ser diputado en cortes, regresa un día a este pueblo del altiplano y escucha a unos viejos sentados en un carasol; los viejos, al cabo de un rato, se levantan y, con paso renqueante, dicen: “vámonos, que ya es tarde...” Y Azorín reflexiona entonces: ‘tarde para qué...”)
Hoy día todos reconocemos cuando es tarde y el tiempo deja de tener valor: tarde para fichar en la fábrica, tarde para presentar un escrito en la administración, tarde para acudir a un juicio, para la cita del médico, para ir a comprar pan, para echar una quiniela que nos puede sacar de pobres o para coger el último tren; tarde quizá para decir lo siento o para haber amado un poco más.
Cuando la Revolución francesa, inventaron los relojes de diez horas para que el tiempo formara parte del sistema métrico decimal y así convertirlo en materia prima perfecta en los procesos de producción, para casarlo mejor en operaciones de mercado. Aunque esta decisión no tuvo éxito al no pasar por el aro otros países cuyas políticas eran hegemónicas en el momento, y decidieron volver a las horas de sesenta minutos.
Sin embargo el tiempo ya no fue el mismo tras la Revolución Industrial y los “Tiempos modernos” de Charlot. El tiempo empezó a tener precio y a convertirse en un derecho del empresario. Al obrero fabril se le podía comprar su tiempo y ponerlo a servir a una máquina durante largas jornadas. En Cieza, las picaoras de esparto “vendían” su tiempo por un exiguo salario y, sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, asistían los mazos de carrasca, que no paraban de golpear sobre las piedras picaderas ni de día ni de noche. El tiempo de las mujeres era barato. Los dueños de las esparterías acudían al “mercado del tiempo” y hacían su pingüe negocio: las mujeres recibían un mísero jornal por sus horas y ellos se enriquecían con el plusvalía generado por ellas.
Es por eso que el tiempo entró a formar parte de las leyes y de la economía nacional. El tiempo de los relojes, aparte de ser oro para algunos, hubo de ser un derecho para otros (en Cieza existió una época en que sonaban las sirenas de las fábricas, los “pitos”, que decía la gente, y éstas marcaban el tiempo propiedad del empresario y el tiempo libre del trabajador. El pito de Manufacturas era tan exacto que servía para poner en hora los relojes). En la actualidad no hemos avanzado mucho y el tiempo se sigue vendiendo, a veces a bajo precio, en el mercado laboral. Las jornadas siguen siendo demasiado largas y se da más importancia al tiempo presencial de los empleados (el adquirido por la empresa, durante el cual el trabajador pasa a estar bajo el poder de dirección y organización, y aun disciplinario, del jefe) que a la productividad alcanzada. Un error. Pues con menos horas y más estímulo, el tiempo se torna más productivo. Una economía y una sociedad van mejor cuando el negocio del tiempo es más justo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/03/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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