Continuando un poco con mis memorias de montañero (en un artículo anterior les hablé de la fallida aventura que vivimos en la Navidad de 1972, en Tárbena, Alicante, por causa de la lluvia, que se abrieron los cielos durante tres días y tres noches), quiero narrarles hoy otro hecho que viví en el verano del año 1973: la exploración de la «Sima del Mortero», en Cantabria (entonces se decía «provincia de Santander», pues no existían las comunidades autónomas; España se dividía en «regiones», sin efectos políticos, y la provincia de Albacete pertenecía a la «Región de Murcia»). Miren lo que les digo, yo no sé el frío que pasaría Robert F. Scott cuando la palmó de regreso de su aventura en la conquista del Polo Sur (y encima, el bandido de Amundsen se le había adelantado), pero yo no recuerdo haber pasado más frío en mi vida que los dos días que estuvimos en el interior de La Mortero (mi amigo Pascual Lucas López, que también participaba en el operativo, no me dejará mentir).
Les diré, ya el acceso al lugar es impresionante. La carretera sube desde el pueblecico de Arredondo por el Valle del Asón (el río Asón, luego de recibir las aguas del Gándara en Ramales de la Victoria, y las del Carranza en Gibaja, desemboca en la Ría de Treto, en medio de una gran marisma, parque natural, entre Laredo y Santoña, ¡un paraíso ecológico!). El valle, conforme ascendemos se va cerrando, hasta que se columbra la gran «cola de caballo» de la catarata del «Nacimiento del Asón», lo cual es de una belleza singular. La carreterica entonces curvea como una serpiente para poder escapar del valle por su extremo superior, mientras que contemplamos un paisaje fantástico en derredor nuestro.
Una vez arriba, podemos coger la bifurcación para Astrana o continuar subiendo hasta el «Portillo de la Sía», de 1.200 metros de altitud, que comunica con la provincia de Burgos (por allí, alguna vez, ha pasado la Vuelta Ciclista). Mas para ir a la Sima del Mortero, hay que tomar dirección Astrana y seguir los indicadores. Luego, dejar el vehículo y atravesar a pie el inmenso «lenar» de rocas calizas de punta, hasta llegar a la gran torca o dolina (un hundimiento gigante en el terreno). Entonces aparece la boca de la sima, de unas dimensiones colosales, por uno de cuyos lados se puede bajar andando entre helechos gigantes hasta una especie de oquedad o abrigo dentro de dicha dolina. Allí es donde se suele plantar el campamento base y acopiar los pertrechos, pues la entrada a la sima no es fácil y se necesita bastante material de espeleología.
Cuando yo participé en aquella operación de 1973, llevábamos también algún material del ejército, y nos acompañaba un capitán (Paulino, recuerdo que se llamaba) y un comandante, de Zaragoza ambos, invitados por la OJE de León, que era la que montaba y dirigía todos los años el Campamento Nacional de Espeleología en Ramales de la Victoria (situado en un bello lugar a orillas del Gándara), y la que había preparado el operativo para descender La Mortero ese año. ¡Un hito espeleológico del momento!, pues la sima, aunque no llega a los cuatrocientos metros de desnivel, tiene tela su exploración. (Luego, en 1979, la bajarían con cuerdas espeleólogos granadinos con la colaboración del Espeleo Club de Cartagena, entre los que se encontraba el que ahora es una eminencia en la ciencia de las cavernas y un especialista en el «espeleo-buceo»: José Luis Llamusí, que tuve el gusto de conocerlo personalmente hace dos años, en el 50º aniversario del descubrimiento de la Cueva del Puerto, en Calasparra). Bien, pues en 1973 solo habían descendido La Mortero, hasta el final, con torno y cable de acero; pero cuando nosotros estuvimos, ya utilizábamos la combinación de cuerdas de perlón y escalas de acero.
El abrigo de arriba forma una cornisa amplia; y desde ella se aboca a la primera vertical (50 o 60 metros, como la Torre de la Plaza de España, para que se hagan una idea). Abajo, donde aún llega la luz, se ven las paredes y los bloques de los derrumbes tapizados de musgo verde, rezumando agua por la condensación del aire húmedo que sale de la cavidad. Más abajo, las dimensiones del pozo se van estrechando y vamos entrando en una especie de túnel descendente, hasta llegar al «Soplador». ¡Esa es la verdadera puerta de la gran sima! Es una agujero estrecho, apenas una rendija, por donde el aire sopla con una fuerza considerable (había que atravesarlo con linterna, pues las lámparas de carburo se apagaban).
A partir de ahí ya empiezan a aparecer las «marmitas» o pozos llenos de un agua cristalina. Y en seguida notamos que el agua corre por la galería y se transforma en un río. Toda la cueva está recorrida por ese río subterráneo, que se hunde luego en el sumidero del fondo. El agua está muy fría, a cuatro grados. El ambiente es frío, y con una humedad que se corta. El río, se va haciendo cada vez más caudaloso y forma lagos; algunos hay que atravesarlos con bote neumático, hasta llegar al gran pozo final, de unos -160 metros de caída vertical, y en forma de campana o de tinaja, es decir, descendiendo por la cuerda, no se pueden ver las paredes: todo es oscuridad y lluvia de agua gélida de la cascada. Con una dificultad añadida: en los últimos 20 o 30 metros, antes de llegar al fondo, la catarata, helada, le cae a uno directamente encima, sin escapatoria.
Cuando yo participé, en el año 73, montamos todo el operativo para que descendiera en el equipo de punta un tal Javier Blanco («Purgarcito», le decíamos), que era entonces el presidente de la Federación Nacional de Espeleología (no existía la Federación Murciana de Espeleología y nosotros, los del GECA de la OJE de Cieza, éramos espeleólogos federados nacionales), el cual no era muy alto y llevaba barbas y melena casi hasta la cintura (¡mitad hippy, mitad troglodita!). Estuvimos dos días dentro de la sima, donde el frío era como un gusano que se nos metía en los huesos y no nos dejaba descansar ni dormir (recuerdo que los del Campamento habían entrado un saco de azucarillos, y los cogíamos a puñados; el azúcar proporciona una calorías fugaces en el cuerpo). Y para más inri, un compañero de Figueras (Javier Herrero Oscáriz, «Yaco») se cayó a un pozo de agua y se caló entero, el pobrecico. Hubo que ayudarle a salir de la sima a toda prisa para que se cambiara de ropa y se calentara en una lumbre que habían hecho los del equipo de superficie, donde se encontraban los militares, ¡tan ricamente!
Pero antes de la inoportuna caída al pozo, como este compañero y yo teníamos cuerpos de «maletillas», con el fin de poder conciliar un poco el sueño (habíamos instalado el campamento medio a -250 m. de profundidad, junto río subterráneo), y como llevábamos ambos unos sacos de dormir livianos (o sea, bastante precarios), le propuse meter un saco dentro del otro e introducirnos juntos en ellos (algún calor nos podríamos dar el uno al otro); pero nada, era mayor la incomodidad y el doble tiritar, por lo que al poco deshicimos el invento y cada mochuelo, a su olivo.
©Joaquín Gómez Carrillo
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