Mi amigo Antonio F. Salinas y yo; ambos nos iremos al mismo tiempo |
En el artículo anterior les hablé del solsticio de verano, que fue el viernes, 21 de junio (fecha que marca para nosotros la frontera entre la primavera y el estío), y, miren por dónde, ese día tuve una grata celebración. Pues como uno está llegando a esa fase de la vida laboral en que puede tomar las de Villadiego y largarse con la jubilación (sin muchas ínfulas, ¡eh!, pues Hacienda se encargará de arañar la nómina todo lo que pueda), los compañeros me arroparon con su afecto y nos fuimos a comer juntos y celebrar al menos el hecho de que estamos vivos, que no es poco. Por supuesto, a los postres hubo brindis, discursos y entrega de presentes a mi compañero Salinas y a un servidor de ustedes. Yo correspondí regalando a cada uno de los asistentes (políticos incluidos, pues también estaba el alcalde y una concejala) un librico dedicado personalmente, antesala de unas memorias sobre mi etapa de funcionario, que tengo previsto publicar sine díe.
Como muchos de ustedes, que me leen y me siguen en los artículos desde hace años, saben tantas cosas de mi vida, no les será ajeno el que yo trabajé veinte años en la empresa privada, y veintidós que llevo ya en la administración, en el Ayuntamiento de Cieza. En aquella primera etapa desarrollé un oficio, el más difícil del mundo: repara televisores, cuando entonces éstos se rompían a las tres menos dos. Aquel comienzo ocurría a finales de los setenta, cuando los americanos ya tenían hecho un caminico de tanto ir y venir a la Luna con las naves Apolo y los carromatos “todo terreno” para recorrer su polvorienta superficie; cuando fueron los mundiales de fútbol de Argentina, con el “pibe” Maradona publicitando los carretes de película “Agfacolor”, que decía con su acento porteño: “¡Estos son mis colores!” (Pues hubo una época en la historia de la humanidad en que las cámaras fotográficas llevaban carrete y había que llevarlo luego a revelar y costaba una pasta cada vez que uno hacía “clic” con el disparador). En esos años empecé a trabajar en la electrónica.
Por entonces, no hacía mucho que se había inventado la televisión en color, pues antes de los setenta, los televisores eran todavía en blanco y negro y funcionaban con válvulas de vacío, a las cuales la gente llamaba “peras”, y cuando se averiaban los aparatos, decía: “¡mira a ver nene, que se l’habrá fundío una pera!” Y, aún cuando vino el color y la gente se paraba embobada frente al escaparate de Chuchuveo mirando espectáculo, todavía continuaban muchos creyendo que su tele llevaba “peras” dentro. Pero ya no eran válvulas de vacío, sino que se había inventado algo mágico: el transistor; y los televisores en color, aparte de infinidad de otros componentes, llevaban miles de transistores en sus entrañas, y cuando se estropeaba uno de ellos, había que localizarlo y sustituirlo. Y eso solo se podía hacer estudiando el “esquema”, un complejo plano de todos sus circuitos que traía de fábrica cada uno de los aparatos.
Caso atípico era el de un fulano de Valencia que se dedicó a hacer repetidores de televisión de forma artesanal y llevaba en su cabeza el esquema de cada aparato. De modo que aquí teníamos el repetidor de la Segunda cadena en el Pico de la Atalaya, y, cada vez que se averiaba, había que subir a por él mediante una operación de “porteadores de alta montaña”, y llevarlo a Valencia para que el tío lo reparase de memoria. Luego, montando la misma operación, teníamos que subir y colocarlo de nuevo en su casetica del Pico. Ahí estaba yo, con la ayuda de algunos empleados municipales. (Un día invernal, crudo y ventoso, tuve que subir con mis amigos Pascualón y Antonio Ruiz a colocar el repetidor y cambiar las antenas de la torreta, a 15 m. de altura sobre el abismo; trabajo que hicimos al borde del pánico). Así de duro a veces era mi oficio.
Pero la sociedad nuestra avanza rápido. Y, en cuanto a la técnica se refiere, por los setenta existía ya una especie de teléfono “inalámbrico”, carísimo, que se podía llevar en el coche. Entonces, como en la jerga de los radioaficionados se decía “móvil” a la emisora que iba en un coche o camión (la de casa se denominaba “base”), pues la gente copió la palabreja y empezó a llamar “móvil” al teléfono que se llevaba en el coche. Así que luego, cuando ya se inventaron los “celulares” o telefonillos de llevar encima (todavía grandes como ladrillos), la gente seguía, dale que te pego, llamándolos “móviles”; y así hasta hoy en día.
En los noventa, por circunstancias de las que se suele decir “que no hay bien que por mal no venga”, me dejé el oficio y me fui a la universidad y estudié una carrera, y más tarde hice oposiciones a funcionario. De modo que entré como empleado municipal del Ayuntamiento en los tiempos del alcalde Paco López, el que más obras públicas hizo en Cieza hasta donde nos alcanza la vista (y las que no pudo hacer, como el edificio de un ayuntamiento nuevo en la Esquina del Convento, pues cuando comenzaron a demoler el antiguo Club del Guía de la OJE y la vieja Maternidad, aparecieron los muros de la fachada del antiguo convento franciscano, y el Club Atalaya se movilizó de urgencia y recogió más de 6.000 firmas en contra). Luego, a finales del años 2000, vino la famosa moción de censura del “quítate tú que me ponga yo”, cuyo gobierno fue efímero; y tras éste comenzaría la era Tamayo, que duró 12 años.
Como ya saben, hace cuatro empezó el mandato de Pascual Lucas, el cual continuará por de pronto otra legislatura más. Pero yo, y en lo que a mis servicios como funcionario de carrera se refiere, acabaré mis días con la Traca, que es cuando todos los ciezanos despedimos la Feria y casi el verano. Luego ordenaré mis actos y les seguiré contando muchas cosas que reposan sabiamente en el tintero de la memoria, y de la prudencia.
©Joaquín Gómez Carrillo
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