Tempus fugit |
Tengo que confesarles que a menudo recibo de ustedes comentarios enormemente amables sobre estos artículos de El Pico de la Atalaya, lo cual les agradezco de corazón. Pero de entre los muchos y variados elogios (no sé hasta qué punto merecidos, pues uno hace lo que puede y nada más), este tiempo atrás, una señora en la consulta del médico va y me espeta con todo cariño: “...me gusta tanto lo que escribes, que recorto los artículos y los llevo en el bolso para leerlos de vez en cuando.”
Mas resulta que, con ocasión de una de éstas publicaciones que le dediqué a mi nieta Paula, una buena amiga, por agradar doblemente, me dice un día cuando nos encontramos por la calle: “...¡vaya suerte que tiene tu nieta de tener un abuelo tan yeyé!” ¡Hombre!, creo yo, de yeyés nos va quedando más bien poco. Pero sin embargo no deja de ser uno de los más afortunados comentarios que me han hecho, por la terneza con que se refería a Paula (cuatro añicos recién cumplidos tiene la cría; ¡para comérsela, vamos!) y por recordarme una época feliz en que teníamos la vida por delante y la cabeza llena de pájaros de ilusiones.
No sé si se acuerdan ustedes; cuando éramos yeyés solíamos llevar el pelo largo por los hombros (con la incomprensión de nuestros mayores, a muchos de los cuales les habían pillado por sorpresa los cambios de la vida), y, con los libros en la mano, íbamos a al Instituto (a éste aún no le hacía falta nombre, pues sólo había uno en Cieza, al cual venían los abaraneros y los blanqueños, y en el que no hacía mucho tiempo –¡que cosa más progresista para la época!– se había abolido el apartheid por razón de sexo en las aulas y en los patios de recreo).
Cuando éramos yeyés vestíamos trenca, pantalones ajustados de campana y jerseys pegados al cuerpo que a penas llegaban a la cintura. Y aunque al cine aún faltaban unos años para que llegara la mítica “Fiebre del sábado noche” de John Travolta, sí que hacía furor entre los jóvenes “Love story”, cuya novelita de Erich Segal casi todos habíamos leído preguntándonos por el significado de aquella enigmática frase en latín que iba al final del libro: “namque solebatis meas esse aliquid putare nugas” (aún me acuerdo de memoria) y cuya película hizo llorar a más de una chica en el patio de butacas”.
Cuando éramos yeyés no existían aún los equipos de música, sino los tocadiscos con aguja (que rayaba los discos de vinilo en menos que canta un gallo), en los que los más afortunados, cuyos padres tenían cuartos, ponían los elepés de música lenta que habían comprado en el Corte Inglés y montaban guateques en casa, donde acudíamos para bailar o lo que fuera a media luz. No obstante, muchos sí que teníamos aquellos cassettes Philips traídos de Andorra o comprados de ca’l Chuchuveo, en los que escuchábamos música hasta la saciedad, o hasta que se atascaban las cintas a las tres menos dos y había que arreglarlas con paciencia y un boli Bic. Fue por entonces cuando comenzó a divulgarse de matute aquella melodía tan bonita que se llamaba “Je t’aime moi non plus”, y cuya letra en francés apenas se entendía, salvo unos jadeos in crescendo que le valieron la prohibición por la censura española y, consiguientemente, la fama y el interés entre los jóvenes.
Cuando éramos yeyés, algunos habíamos dejado ya de pasar el rato jugando en los futbolines en el Solar de Doña Adela, y quedábamos formalmente con las chicas para ver una película en el Capitol, para ir a bailar a la Sapporo (que se hallaba donde ahora está la Cruz Roja) o a la discoteca del Mocho (donde se encuentra Don Dino, en el Camino de Murcia); o para acudir a las galas que se hacían por Feria en el Pabellón Municipal del Granvía, a donde venía lo mejor de los cantantes del panorama nacional del momento: Julio Iglesias, Víctor Manuel, Maritrini, Camilo Sesto, etc., salvo la última noche, en que actuaban los conjuntos del pueblo: los “Jawha’s Pop” y los “Generación 2000”, y Antonio el del Cocodrilo (Cieza no ha hecho justicia con el que fue un gran cantante entonces). En la Plaza de España sólo tocaba la Banda Municipal en “la Tortada”, y la gente, de pie o sentada en las mesas del Oasis tomando refrescos, escuchaba pasodobles.
Cuando éramos yeyés y el coche que más envidiábamos tener era un Erreocho TS, aún se llenaba el Paseo de chicos y chicas todos los domingos, y las pandillas de ambos sexos, comiendo pipas de la Casetica de Cartón, se dedicaban a “sacar agua” (¿qué otra cosa se podía hacer...?) El primer bar moderno del pueblo, con aire acondicionado, que eso era ya el acabose, fue el Rhin, que lo pusieron los Rocambole donde ahora está el Café San Sebastián; y unos años después abrieron el Mogambo (lo que ahora son los Valencianos de abajo), cuya modernidad sorprendía a todos cuando íbamos a tomar café allí. Poco más tarde pusieron el Mindanao (en la actualidad el Tiffanis), ¡lujoso!, con un salón en la parte superior donde pasábamos las horas frente a una Cocacola y buena compañía.
Cuando éramos yeyés, algunos de ustedes se acordarán, este era un pueblo de gente sencilla y sin vicio, donde en verano había trabajo para todos en las fábricas de conservas, aunque existían pocos coches y no en todas las casas había cuarto de baño. Por las calles andaban todavía los cabreros con sus rebaños, como el de Migalo, cuyas cabras lecheras subían arrastrando las tetas la cuesta de los aperadores. Por entonces Cieza, cual la cadena única de televisión, se cerraba a las doce de la noche, y los guardiaciviles hacía la ronda y si te veían a cierta hora de la madrugada por la calle, te llamaban la atención:
–“¿Adónde se va?”
–“No, mir’usté, que vengo de estudiar de ca un compañero...”, decías tú con especial cuidado en el tono.
–“¡Pos venga, a acostarse!”, ordenaban ellos.
–“¿Adónde se va?”
–“No, mir’usté, que vengo de estudiar de ca un compañero...”, decías tú con especial cuidado en el tono.
–“¡Pos venga, a acostarse!”, ordenaban ellos.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 12/01/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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