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Bella imagen invernal del Paseo Ribereño de Cieza a orillas del Segura, de la fotógrafa ciezana Pilar Alcaraz
El cura Jesús me confesó un día que había trabajado de niño en la industria espartera de «Tarazona»; y que había pasado alguna hambre también: «comíamos garrofas», me dijo. En aquel tiempo había personas que disputaban las algarrobas a las bestias en el pesebre; eran años malos.
En el paisaje de Cieza, hace ya bastantes décadas, predominaban los signos de la espartería. El primer signo era el olor a «agua de esparto». Todo el mundo entendía la locución de esas palabras; era un aire que venía de las balsas de cocer el esparto y traía los efluvios del agua putrefacta. También se entendía la locución «sacar las balsas»; por ejemplo: «—¡Vaya una pestuza a “agua d’esparto”! —¡Pos porque estarán “sacando” alguna balsa…!». Los hombres que trabajaban en las balsas tenían que agarrar los bultos, chorreando, y echárselos a la espalda; de modo que se impregnaban los pobres de esa hediondez, que se les metía por todos los poros de su piel y no se la podían arrancar luego ni frotándose con piedra pómez.
Justo frente al complejo deportivo de «La Arboleja» estaba la balsa de cocer esparto de «Miñano». Con el abandono de la actividad, esta se fue colmatando de basuras y escombros hasta quedar borrada. Las que aún perduran, secas, rotas y abandonadas, ahí frente al Hospital, son las balsas de «Tarazona», en cuya espartería trabajó el pobre cura Jesús, de lo que trabajaban los niños entonces: de «meneaor», dándole a la rueda de los «hilaores», que andaban todo el día para atrás hilando la filástica. «¡Jesús, vengas’usté en el coche con nosotros!», le había dicho yo cuando él esperaba el autobús para venirse al pueblo, pues dedicó sus últimos años a confortar almas enfermas en las camas del Hospital.
En la zona de la Fuente del Ojo también había varias balsas de cocer esparto. Todavía se pueden ver, arruinadas entre las oliveras, las balsas de «Federico de Arce», en cuya casa, alta, junto a la vía del tren y a la espalda de la «Yesera del Pavo», vivió Sebastián Villa «la Sebastiana», famoso por sus espectaculares disfraces en carnaval y por sus dotes adivinatorias para «echar las cartas».
Las manadas de esparto estaban en las «tendías» con la «maja» y un «garrón», la sujeción que les había hecho el «arrancaor», palillo en mano, en el monte. Entonces, los «ataores», utilizando guita hecha por manos industriosas con esparto verde, cogido al «repelón» de las atochas, agrupaban las manadas formando los «bultos». Los hombres que trabajaban en el esparto tenían la piel de sus manos como pliegos de lija basta; estos manejaban los bultos en la tarea de «cargar» las balsas, acoplándolos bien y acabando el ras superior con piedras para contrarrestar el «principio de Arquímedes», pues el esparto seco tiende a flotar.
Las almas terminales en camas blancas, por lo normal acogen bien los consuelos de un páter. Es que no hay más. Los doctores miran a los familiares con el gesto de la impotencia y los familiares vuelven la cabeza con los ojos enrasados de lágrimas. ‘Hasta aquí, la ciencia’, quieren decir algunas veces los doctores. En esos casos, únicamente resta abrir la espita de la morfina y que un «sueño malo» entre como un lobo devorando las venas. Mi tío P., horas antes de la sedación piadosa que suelen hacer a los enfermos de cáncer, dijo: «Ha venío el cura esta mañana pa darme la comunión; y yo, como eso no es cosa mala, la he tomao…». Cómo iba a ser cosa mala, cuando te la daba un hombre de Dios, como era el cura Jesús.
La balsa de cocer esparto más grande que hubo en Cieza, según dicen los que la conocieron, era la de Ascoy; tenía una rampa para que pudieran entrar los camiones dentro a cargar o descargar los bultos. Por otra parte, algunas balsas de cocer esparto también tenían su peligro, pues se podía acumular metano en la cimbra del tapón, y algún balsero cayó como un pajarico al meterse a destapar. Pero ya, muchas de estas balsas han desaparecido del paisaje, como las de Migaseca, ahí en la Ermita, que una vez adquiridos esos terraplenes desangelados por el ayuntamiento, a la fuerza y por una millonada que sentenció el Tribunal Supremo (la cosa venía de muy atrás), el concejal de turno mandó derruirlas para que no se metieran en ellas los chitos y las chitas a hacer botellón, ¡hay que fastidiarse! Y otra que desapareció hace mucho tiempo fue la «Balsa Reonda», en el paraje de Las Lomas, ahí junto al empalme de la carretera del Pantano Alfonso XIII; en su lugar crece un bancal de melocotoneros.
Mi hija Victoria Elena y yo, que veníamos del Hospital aquel día, no recuerdo de qué, dejamos al cura Jesús en la Gran Vía. «¿Aónde quier’usté lo deje?», le pregunté mirando por el espejo interior (el hombre venía sentadico atrás. Era muy humilde). «Aquí mismo, en la Gran Vía, y ¡muchas gracias!» Él tenía un amigo que lo llevaba y lo traía casi siempre, pero aquel día estaba esperando el autobús y yo tuve el honor de que subieran en mi coche. Hacía un gran servicio espiritual a algunas personas ingresadas, ya fueran creyentes, medio creyentes o Dios sabe con qué zozobra del alma en los momentos postreros. (Otro que hacía visitas a los pacientes del Hospital era Antonio «el Cantante»; saben a quién me refiero, ¿no? Una gran persona, Antonio. Por eso cuando nos llegue el «Juicio Final», a él le dirá Jesús: «Pasa, que estuve enfermo y me visitaste». Y él, bromista como nadie, dirá «¡yooo!, ¿cuándo Señor?», y el Redentor le aclarará: «…Cuando visitaste a uno de estos, a Mí me visitaste».)