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La luz fría de enero rachea al amanecer contra el Puente de Alambre
En Viernes Santo por la tarde estaba el Señor muerto; eso decía la gente en aquel tiempo. Así que acabada de ver pasar la procesión por la esquina de «la Jacoba» (para ello mi abuelo se llevaba una sillica de la casa de su madre, la «Roja del Madroñal», que vivía con su hija Manuela en la esquina de Padre Salmerón, junto al «pasadizo del Bullas»), y tras comer después un arroz con caracoles que había preparado mi abuela, ya que era día de abstinencia de carne y solo pagando una bula a la Iglesia se podía eludir el precepto, mi abuelo, despacioso, con chaleco negro y leontina de plata (poseía un reloj de bolsillo «Roskopf Patent», que cuando su mili había comprado a un moro en Melilla y en el que, pequeñico, aprendí a reconocer las horas), me tomó de la mano para ir a «la Fuente».
Andandico, dejamos Calderón de la Barca y nos echamos por la Calle Víctor Pradera (ahora se llama Escultor José Planes, pues Víctor Pradera fue un político tradicionalista asesinado por los republicanos en el treinta y seis, por tanto, y según posterior criterio de los ayuntamientos «izquierdistas», no era muy conveniente que su nombre anduviera en placas de calles). Acera adelante, pasamos por la puerta de la «fábrica de borra de Vidal», donde siempre había balas de trapos apiladas (no sé si recuerdan que dicha industria, luego reconvertida en espartería, estaba enfrentico de los llamados «pisos de Mina», un bloque con un montón de viviendas y portales que daban a patios interiores). Entonces esa calle no tenía salida recta para arriba, como ahora sí se prolonga por Ortega y Gasset y conecta con Hermanos Templado; de modo que había que doblar por la «Calle 18 de julio» (hoy Manuel Carrillo García; menos mal, porque el anterior nombre era una exaltación del inicio de la Guerra Civil) para salir a la Gran Vía, donde enfrente estaba aquel espléndido cine de verano con el mismo nombre: «el Gran Vía», años después pasó a ser el fabuloso «Pabellón Municipal» y luego, ya ven, un gran bloque de pisos.
Las carreras de los «hilaores» que había por los alrededores del Camino de la Fuente estaban desiertas ese día; los hombres habían guardado las «alzas», los «urdiones» y demás apichusques del hilado en los cobertizos. Nadie trabajaba, ni podía tampoco «divertirse»: todos los locales de ocio, incluidos los cines, estaban cerrados a calicanto y, en las pocas radios que había, se escuchaba únicamente gorigori, canto gregoriano o música sacra. Al pasar frente a una gran nave, mi abuelo, que me había enseñado a leer al mismo tiempo que a hablar, me indicó el nombre: «Manufacturas Mecánicas de Esparto», la industria local más puntera del ramo, cuya sirena, por su exactitud, servía para poner en hora los relojes.
El barrio de la casa de mis abuelos, y natalicia mía (los partos ocurrían a domicilio, bajo la ayuda de alguna mujer que «entendía» de eso), con todas las calles de tierra, por donde transitaban más cabras y burras que vehículos, parecía querer modernizarse cuando abrieron, en la mentada calle Víctor Pradera, la «Pensión París», en cuyo enigmático cartel ponía: «On parle française», ¡qué barbaridad! Sin embargo abundaban los solarones, donde los chitos podían jugar a la pelota, haciendo la portería con dos piedras. En la citada calle «18 de julio» estaba el taller del escultor Manuel Carrillo Marco, que hacía santos con devoción y respeto (Carmen Carrillo, conocida escritora y escultora ciezana, me dijo un día sobre su padre que, cuando alguien una vez le llevó una imagen sacra para que le cortara un brazo que tenía en alto y se lo cambiara de posición, él, sierra en mano se recogió en oración antes de empezar su trabajo).
Hasta llegar a la Fuente del Ojo, donde se hallaba el lavadero público, diseñando por el arquitecto Justo Millán, el camino estaba plagado de personas de todas las edades, pues al no tener qué hacer ni dónde ir en Viernes Santo por la tarde, la gente había tomado la costumbre de marchar hasta allí; incluso de desparramarse la juventud por los losaos cercanos a los Casones, donde aún estaba la mayor reserva de pobreza del pueblo. El guarda del lavadero, al parecer, taponaba los desaguaderos de las pilas para que el agua rebosara y saltara en cascada por encima de las losas (era un espectáculo, y una forma —decían algunos—, de evitar que ninguna mujer le diera la idea de ponerse a lavar ese día, con el Señor muerto).
Subiendo por la Gran Vía, y antes de tomar el Camino de la Fuente, había otra calle medio trazada donde estaban la fábrica espartera de «los Anaya» y, más alantico, la «Yesera de la Carmen». Existían en Cieza muchas industrias del yeso, cuya piedra se extraía de las canteras que había en el paraje de «la Herrada». La cantera de «la Carmen», inmensa, estaba arriba del monte «la Serreta», cercana a donde hoy se halla el observatorio de los forestales, dando vista al «Cerro de las Beatas», lugar de un importante yacimiento arqueológico. Aquella mal trazada calle de la «Yesera de la Carmen» es la actual «Hermanos José y Félix Templado Martínez», ambos alcaldes democráticos de Cieza en el convulso año 1936 (en febrero de 1937, por decreto gubernativo, nombraron a dedo otros concejales de entre partidos y sindicatos, todos de izquierdas, entrando de alcalde Antonio García Ros, alias «Pancharra», de la CNT).
El paisaje urbano de la Fuente del Ojo se ponía muy animado las tardes de Viernes Santo. Entre el gentío, acudían buscando negocio el tío del carrito de las pipas y las rajas de coco, el de las manzanas rojas de caramelo pinchadas con un palo, el chambilero con su carro de los helados, el del arrope calabazate, que llevaba el manjar en dos orcicas de barro atadas a ambos lados del portaequipajes de su bicicleta, o el hombre cojo que vendía milhojas a peseta: «¡milhoj’a peseta!, ¡milhoj’a peseta!», iba voceando con una gran cesta de mimbre al brazo.