Un pueblo que se llama Cieza |
En el primer viaje que hicimos a Cantabria, Mari y yo con nuestras hijas, allá por el año 1995, nos detuvimos a comer en Burgos. Luego siempre hemos hecho lo mismo, ya para la ida o ya para la vuelta.
Recuerdo que era en el mes de agosto, por lo que salimos de casa muy temprano con el fin de cruzar La Mancha con la fresca. De modo que sobre las 10 de la mañana, cuando las muchachas dormitaban acurrucadas en los asientos traseros del R-19, Mari conducía por la M-30 de Madrid, buscando en el enjambre de carriles e indicadores la dirección que nos llevara a coger la A-1.
En la capital castellana comimos unos riquísmos bollos de “pan preñao” burgalés, sentados en un frondoso parque junto al río Arlanzón, a un tiro de piedra de la plaza del ayuntamiento. Después nos garbeamos un poco por la zona de la catedral y, tras tomar café, proseguimos hacia Cantabria por la carretera de Aguilar de Campoo (aún no habían construido la estupenda autovía de Palencia a Santander y el camarero nos aconsejó que no nos echásemos por el puerto del Escudo, sino por el pueblo de las galletas María Fontaneda).
A media tarde estábamos ya plantando las tiendas de campaña en un precioso camping de Santillana del Mar, frente al cual se veían unas suaves colinas verdes, moteadas de pacíficas vacas rumiando. Allí estaríamos 4 ó 5 días y haríamos rutas a los lugares de interés de la zona, además de patearnos veinte veces el mencionado pueblo medieval, repleto de tiendas y de turistas a todas horas, y por cuya calle principal (en realidad sólo tiene dos calles, que desembocan en la plaza de la colegiata) pasaba todas las tardes un tío con sus vacas, abriéndose paso entre la gente, para abrevarlas junto al lavadero público.
A la mañana siguiente nos fuimos hacia Altamira, pero por entonces no habían construido aún la “Neocueva”, que es una réplica exacta del techo y de las pinturas rupestres de la gruta original, y para visitar la verdadera, había que sacar las entradas con varios meses de antelación, ya que estaba muy restringido el número de personas que podían acceder a ella. (Bastantes años antes dejaban entrar a todo el mundo, hasta que se dieron cuenta del perjuicio que suponían para esta maravilla del arte cuaternario tantísimas visitas diarias a la cueva. Yo, a principios de los setenta, tuve la suerte de poder entrar dos veces en dos años consecutivos).
Entonces nos dirigimos a Puente Viesgo, en el valle del Pas, cuyo río del mismo nombre parte en dos el pueblecito, a una de cuyas orillas está el famoso hotel balneario de aguas termales donde Clemente se llevaba a los tuercebotas de la selección española para cargar las pilas. Allí les indicamos a nuestras hijas que mandasen alguna postal y se pusieron a escribir con gran interés a amigas y familiares. Después subimos con el coche al Monte del Castillo a visitar sus famosas cuevas, donde no paraban de llegar autobuses de turistas. De las grutas visitables, la de las Monedas, la del Oso, la del Castillo..., sólo vimos ésta última, aunque el conjunto estaba gestionado por la Comunidad Autónoma de Cantabria y la entrada era gratuita y sin restricciones. Yo las conocía de años atrás y quise que Mari y las chicas experimentaran la emoción de descubrir el arte paleolítico en el interior de las cavernas. Luego, a medio día, regresamos a Santillana del Mar y degustamos una comida típica montañesa en uno de los restaurantes que hay extramuros.
Por la tarde visitamos la Colegiata de Santa Juliana, monumento nacional y una joya del románico, y contemplamos su claustro con sus enigmáticos capiteles “sin fin”. Después estuvimos ojeando las numerosas tiendas, donde ellas se encaprichaban de muchas cosas y compraron unas cuantas, mientras yo les hacía fotos con la Nikon, las cuales aún andarán por los cajones de los muebles.
Y ya, cuando nos dirigíamos para el camping esa noche (paseando espaciosos, porque éste se encuentra al lado mismo de Santillana), Mari y yo íbamos recordando aún la anécdota del camarero de Burgos el día antes: El hombre, calvo y gordo como un tonel, nos preguntó que de dónde éramos cuando le dijimos que íbamos para Cantabria buscando el fresquito y la humedad y huyendo de la torridez agobiante del sur (por aquellos días hacía en Cieza una calor como para asfixiarse los pájaros en los árboles). “Somos de la provincia de Murcia, donde llueve muy poco”, le contesté. “Pues una vez iba yo con mi familia hacia La Manga –dijo el hombre–, y paramos a comer en un pueblo que se llama Cieza, donde nos pilló una tormenta, que jamás en mi vida he visto llover tanto como ese día.”
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 13/04/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Muy buen relato, emotivo, a la vez que explicativo de las maravillas que tiene Cantabria y que te invita a volver, pasear por esas dos calles de Santillana del mar, es recrearte ( con un poco de imaginación ) en otros tiempos pasados.
ResponderEliminarTu viaje me ha recordado mucho el que hice yo hace más de veinte años, casi por los mismos lugares que tu mencionas. ¡Santillana del mar! donde el tiempo se ha detenido convertido en piedra.
ResponderEliminarEran otros tiempos… Un saludo.
Celebro mucho vuestros comentarios, el de la persona anónima y el tuyo Pepe. Siempre es grato saber que el trabajo de escribir un simple artículo ha tenido alguna utilidad en los que estais al otro lado de la pantalla del ordenador.
ResponderEliminarGracias y un saludo cordial.
Ya no escribes?
ResponderEliminarSi. Why?
ResponderEliminar