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Imagen del casco histórico de Cieza, de la fotógrafa ciezana Pilar Alcaráz
Hace bastantes años, una línea de alta tensión, con postes de madera y aisladores de china, subía a lo largo de la Calle Santiago hasta la Gran Vía; allí estaba la «central» de distribución eléctrica, muy cerquica del taller de «Cobos el de las motos», ¿se acuerdan?
En un principio la energía que necesitaba Cieza era proporcionada por la Central hidroeléctrica del Menjú («San Antonio» fue el nombre que le puso su fundador, Bernardo H. Brunton, a finales del siglo diecinueve). Entonces tampoco se demandaba mucha electricidad por parte de los domicilios; en las casas, lo más corriente era una perica de 125 voltios en cada habitación y otra en la cuadrica, donde estaba la burra, la cabra, los conejos, las gallinas o el marrano, y pare usted de contar, pues hablamos de los tiempos en que no existían los electrodomésticos ni se les esperaba ni se les necesitaba (¿se acurdan de aquellas llaves de la luz de madera y del cordón con forro textil?); la vida era entonces tan sencilla como precaria; hasta las planchas para planchar la ropa eran de brasas de la lumbre, y los braseros, obviamente, de picón, que se removían con la badila y hacían salir cabrillas en las piernas a las mujeres.
La del Menjú era una señora central de dos turbinas (hoy destruida y despedazada por la desidia de sus propietarios y la acción de los «robahierro»), que producía corriente para las industrias de nuestro pueblo más el alumbrado público, que tampoco era muy generoso: una bombilla en cada esquina y las farolas del paseo y la Plaza de España. Y así funcionó Cieza durante muchos años; aunque también se aprovechaban los kilowatios que producía la fábrica de electricidad «Santo Cristo», que estaba donde el «Molino del Lavero», bajando la Calle Carmen Camacho Trigueros (hoy Cuesta del Molino), enfrentico más o menos, con un pequeño salto de de las aguas del Cauce.
El Cauce constituía importante paisaje en nuestro pueblo; cuando partía desde las compuertas de La Presa, abrazaba la Isla mansamente y desembocaba frente a la «Vereda de Trigueros», después de haber producido luz mediante la modesta mentada centralica «Santo Cristo». El Cauce, ¡una pena!, lo han dejado perderse, y lo que queda de él está seco y lleno de basuras (recuerdo haber visto a los muchachos bañarse en el Cauce junto al Puente de la Isla, en la esquina del «Bar Rana», que se tiraban «hincados» desde las cruces de un árbol de la orilla). Primero, una riada comenzó a desportillar «La Presa» de piedras y estacas, y nadie la reparó; hasta que se rompió toda y el baño, inmenso y remansado, del río se perdió en esa zona; lo que hay hoy en día en nada se parece. Luego arrancaron las compuertas, porque ya para qué. Y las fincas comenzaron a «aprovechar» el terreno del Cauce hasta borrarlo en su mayor parte.
La línea de postes de madera que subía por la Calle Santiago fue construida en el año 1944. Para esas fechas la Central del Menjú era propiedad de Joaquín Payá, «el hombre que tuvo un sueño», que también poseía la Central de Cañaverosa en Calasparra y la del Solvente, pasado el estrecho del mismo nombre, entre Blanca y Ojós. ¿Por qué la mentada línea en la mencionada fecha? Pues básicamente porque el pueblo había crecido y escaseaban ya los kilowatios. El dueño del Menjú, que había convertido el lugar en un vergel paradisíaco, en una finca de capricho, tenía interconectadas sus centrales con una línea de teléfono, a través de la cual podían hablar los guardalíneas. ¿Quiénes eran los guardalíneas? Ese oficio se perdió hace muchos años; eran hombres que debían recorrer los tendidos eléctricos por montes y barrancos para detectar los desperfectos y solucionar las averías.
Hasta el año 1944, Juan Turpín, que vivía con su familia en la Caseta de los Losares, tenía que hacer el recorrido de la línea de alta que unía Cañaverosa con el Solvente. Era un héroe; un «senderista» por obligación profesional, pues atravesaba el Cañón de Almadenes por la Presa de la Mulata, o por la «cuna» que había en la misma zona, llegaba a Calasparra y regresaba a los Losares. Otro día le tocaba bajar hasta Blanca, faldeando la Sierra del Oro por el Madroñal.
La línea de alta de postes de madera que les decía atravesaba por el Puente de Hierro mediante dos torretas metálicas, cruzaba el río por la mentada Vereda de Trigueros y subía por la acera del Cuartel de la Guardia Civil. Fue una decisión de Joaquín Payá en su momento. Cuando Cieza necesitó más energía, en plena posguerra, se la proporcionó enganchando un ramal al tendido eléctrico (de su propiedad) antes mencionado que interconectaba Cañaverosa con el Solvente. ¿Dónde hizo el enganche? En el Madroñal. En el citado año 1944 mandó construir allí otra caseta de guardalíneas y colocó en ella a Antonio Sánchez, que se fue a vivir a dicha caseta con su familia. De manera que Juan Turpín sólo tenía que llegar hasta el Madroñal, mientras que Antonio Sánchez, unos días bajaba al Solvente, otros al Menjú y otros a Cieza, vigilando el ramal nuevo, que pasaba por las faldas de la Atalaya y bajaba por el «Molino Cebolla» en dirección al Puente de Hierro.
¿Y qué pasaba con la Central de Almadenes? Nada. Hoy en día está todo interconectado, pero antes no. La Central del Almadenes la construyeron para la «Real Compañía de Riegos de Levante», para llevarse el fluido eléctrico, en gran parte, hasta tierras alicantinas, y así se mantuvo durante muchos años. (Dicha central fue inaugurada por el rey Alfonso XIII, con gran séquito, en el año 1925, al tiempo que el pantano del mismo real nombre. Ver mi artículo «Los Almadenes».)
Más tarde, las mentadas centrales de Joaquín Payá pasarían a la compañía Hidroeléctrica Española, y, andando el tiempo, la red de alta para abastecer Cieza se interconectaría por diversos tendidos eléctricos procedentes de otros lugares, por lo que la citada línea de postes de madera que pasaba por la puerta de la «Residencia Capri» (antes centro de maternidad) fue desmantelada y la central de distribución eléctrica de la Gran Vía se abastecería por otros enganches. Igualmente existió un momento en que las rudimentarias líneas de teléfono con postes de madera, que saltaban crestas y barrancos, dejaron de funcionar y fueron eliminadas del paisaje (cercano a la Cueva de la Serreta, en pleno Cañón de Almadenes, se hallaba el paso de aquella línea de alta que recorría Juan Turpín con denuedo, y, ¡oh, desastre!, aún están los viejos postes de madera, en su momento tratados con creosota contra los insectos xilófagos, caídos o vencidos como fantasmas del pasado al borde del Cañón).