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En invierno, cuando los días eran cortos como un suspiro y por las mañanas solía amanecer despacio, era el tiempo en que el abuelo del Lazarico tenía que recolectar la oliva para llevarla a la almazara. En aquella época los señoritos aún poseían la tierra y los medieros la trabajaban por el sistema de aparcería: la mitad de la cosecha para ellos y la mitad para los amos; así que el pequeño olivar que el hombre cultivaba con esmero (dos o tres tahullicas de árboles centenarios por la zona del Cementerio, regados con las aguas del Molinico de la Huerta) era propiedad de una Señorita rancia de misa y rosario, que él respetuosamente visitaba, siempre de pie y con la gorra en la mano, cuando le llevaba el terraje de los esquilmos.
El Lazarico a veces, por Navidad o por Pascua florida, pasaba alguna temporada en la casa de los abuelos. Entonces dormía en una camica minúscula, casi de juguete, en un cuarto umbroso que daba al corral a través de un ventanal grande y desangelado, cuyos cristales jamás traspasaban los rayos de sol; los techos de aquella habitación eran altos como los de una catedral gótica y del cielo raso, con un simple cordón forrado de papel de celofán lleno de cagadas de moscas, pendía una bombilla mortecina de 125 voltios, que la abuela aconsejaba encender lo menos posible para no dar excesivo beneficio a la Eléctrica del Segura, compañía que había sucedido años atrás a la empresa local “Santo Cristo” en el suministro eléctrico al pueblo. No obstante, era ésta una habitación silenciosa, que permitía oír el aburrido vuelo de las moscas girando en la penumbra, y a la que apenas llegaban los escasos sonidos de la calle, como el trote alegre del caballo de Lucas el carretero (éste una vez, siendo tan niño el Lazarico que aún tenía que pedir las cosas señalándolas con el dedo, arrancó un cascabel del atalaje de su carro y se lo entregó en prenda de su amistad, ¡efímera, como todas las cosas bellas del mundo!). Mas como el Lazarico tenía el sueño muy ligero, se despertaba temprano por las mañanas en cuanto oía al abuelo toser aparejando la burra en la cuadra. Entonces, aunque la telaraña gris de la noche todavía estaba pegada al cristal de la ventana, se levantaba de puntillas para no hacer ruido y se ponía a mirar al hombre, que andaba hablando a los animales: a los conejos, a las gallinas, al cerdo, que gruñía en sueños; a la cabra Margarita, que criaba una chotica de lunares, o la burra Mora, mientras rosigaba los últimos granzones en el pesebre y el abuelo le apretaba la cincha apoyando su rodilla contra la panza algodonosa del animal.
Enseguida se levantaba la abuela, y, tras lavarse la cara en la pila del patio, se ponía a encender la hornilla de carbón y a hacer el café de malta en un pucherico de barro, que colaba después con un colador de manga y bebía ella sola con placer. Pues el abuelo y el crío solían tomar leche de la cabra: el hombre la prefería en un tazón de china, grande como el copón de la misa, que colmaba con sopas de pan, y al Lazarico se la echaban en un vaso con calcomanías de colores. Sin embargo, la mujer se quejaba de que el zagalucho ya estuviera en pie por allí en medio.
–¡No dirás que no eres calcao a tu abuelo! –le decía ella al nietecillo–, ¡que duerme con un ojo cerrao y el otro abierto como las liebres!
Pues el lema del abuelo del Lazarico había sido toda su vida: “quien mucho duerme, poco vive”. Por eso, bastantes años antes, cuando los abuelos todavía eran jóvenes y habitaban como labradores en la Casa de los Vientos, a él siempre le sorprendía la luz del día trabajando duro en el bancal: se levantaba con el Lucero del Alba aún visible, se colocaba el moquero anudado por las cuatro puntas en la cabeza para atajar el sudor de su frente, y, empuñando una azada grande: de “La Bellota” del nº 88, cavaba la tierra con ahínco. Luego, años después, cuando la edad comenzó a mermarle las fuerzas, los abuelos se habían marchado a vivir al pueblo y se habían instalado en una casica techera del ensanche, donde aún había por doquier solarones en los que los chitos jugaban al caliche o sesteaban los ganados de cabras; y donde había también carreras de hiladores, cuyos hombres, atados a la rueda de la vida del esparto, se pasaban la jornada andando del revés. Mas el abuelo, que seguía levantándose a diario con el primer canto del gallo, además de cuidar del Huerto junto al quijero de la Acequia Larga, donde plantaba fresas y claveles, había tomado a medias el pequeño olivar del Cementerio para no perder nunca el contacto con la tierra, de la cual decía él filosóficamente que necesitaba tomarla a diario como las perdices.Algunas mañanas el Lazarico se empeñaba en irse con el viejo hasta las oliveras. Entonces el hombre, en contra de las protestas lógicas de la abuela, pues según ellahacía un frío que rebanaba las carnes, lo aupaba con cuidado a la burra y lo sentaba despatarrado encima del serón.
–Agárrate fuerte al ansa, nene –le decía–, y no tengas miedo, que la burra ya es vieja y no trota. –Pues el animal tenía en realidad casi veinte años, que en mala comparación con la edad de las personas resultaba ser una ancianidad.
(Continúa)
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En invierno, cuando los días eran cortos como un suspiro y por las mañanas solía amanecer despacio, era el tiempo en que el abuelo del Lazarico tenía que recolectar la oliva para llevarla a la almazara. En aquella época los señoritos aún poseían la tierra y los medieros la trabajaban por el sistema de aparcería: la mitad de la cosecha para ellos y la mitad para los amos; así que el pequeño olivar que el hombre cultivaba con esmero (dos o tres tahullicas de árboles centenarios por la zona del Cementerio, regados con las aguas del Molinico de la Huerta) era propiedad de una Señorita rancia de misa y rosario, que él respetuosamente visitaba, siempre de pie y con la gorra en la mano, cuando le llevaba el terraje de los esquilmos.
El Lazarico a veces, por Navidad o por Pascua florida, pasaba alguna temporada en la casa de los abuelos. Entonces dormía en una camica minúscula, casi de juguete, en un cuarto umbroso que daba al corral a través de un ventanal grande y desangelado, cuyos cristales jamás traspasaban los rayos de sol; los techos de aquella habitación eran altos como los de una catedral gótica y del cielo raso, con un simple cordón forrado de papel de celofán lleno de cagadas de moscas, pendía una bombilla mortecina de 125 voltios, que la abuela aconsejaba encender lo menos posible para no dar excesivo beneficio a la Eléctrica del Segura, compañía que había sucedido años atrás a la empresa local “Santo Cristo” en el suministro eléctrico al pueblo. No obstante, era ésta una habitación silenciosa, que permitía oír el aburrido vuelo de las moscas girando en la penumbra, y a la que apenas llegaban los escasos sonidos de la calle, como el trote alegre del caballo de Lucas el carretero (éste una vez, siendo tan niño el Lazarico que aún tenía que pedir las cosas señalándolas con el dedo, arrancó un cascabel del atalaje de su carro y se lo entregó en prenda de su amistad, ¡efímera, como todas las cosas bellas del mundo!). Mas como el Lazarico tenía el sueño muy ligero, se despertaba temprano por las mañanas en cuanto oía al abuelo toser aparejando la burra en la cuadra. Entonces, aunque la telaraña gris de la noche todavía estaba pegada al cristal de la ventana, se levantaba de puntillas para no hacer ruido y se ponía a mirar al hombre, que andaba hablando a los animales: a los conejos, a las gallinas, al cerdo, que gruñía en sueños; a la cabra Margarita, que criaba una chotica de lunares, o la burra Mora, mientras rosigaba los últimos granzones en el pesebre y el abuelo le apretaba la cincha apoyando su rodilla contra la panza algodonosa del animal.
Enseguida se levantaba la abuela, y, tras lavarse la cara en la pila del patio, se ponía a encender la hornilla de carbón y a hacer el café de malta en un pucherico de barro, que colaba después con un colador de manga y bebía ella sola con placer. Pues el abuelo y el crío solían tomar leche de la cabra: el hombre la prefería en un tazón de china, grande como el copón de la misa, que colmaba con sopas de pan, y al Lazarico se la echaban en un vaso con calcomanías de colores. Sin embargo, la mujer se quejaba de que el zagalucho ya estuviera en pie por allí en medio.
–¡No dirás que no eres calcao a tu abuelo! –le decía ella al nietecillo–, ¡que duerme con un ojo cerrao y el otro abierto como las liebres!
Pues el lema del abuelo del Lazarico había sido toda su vida: “quien mucho duerme, poco vive”. Por eso, bastantes años antes, cuando los abuelos todavía eran jóvenes y habitaban como labradores en la Casa de los Vientos, a él siempre le sorprendía la luz del día trabajando duro en el bancal: se levantaba con el Lucero del Alba aún visible, se colocaba el moquero anudado por las cuatro puntas en la cabeza para atajar el sudor de su frente, y, empuñando una azada grande: de “La Bellota” del nº 88, cavaba la tierra con ahínco. Luego, años después, cuando la edad comenzó a mermarle las fuerzas, los abuelos se habían marchado a vivir al pueblo y se habían instalado en una casica techera del ensanche, donde aún había por doquier solarones en los que los chitos jugaban al caliche o sesteaban los ganados de cabras; y donde había también carreras de hiladores, cuyos hombres, atados a la rueda de la vida del esparto, se pasaban la jornada andando del revés. Mas el abuelo, que seguía levantándose a diario con el primer canto del gallo, además de cuidar del Huerto junto al quijero de la Acequia Larga, donde plantaba fresas y claveles, había tomado a medias el pequeño olivar del Cementerio para no perder nunca el contacto con la tierra, de la cual decía él filosóficamente que necesitaba tomarla a diario como las perdices.Algunas mañanas el Lazarico se empeñaba en irse con el viejo hasta las oliveras. Entonces el hombre, en contra de las protestas lógicas de la abuela, pues según ellahacía un frío que rebanaba las carnes, lo aupaba con cuidado a la burra y lo sentaba despatarrado encima del serón.
–Agárrate fuerte al ansa, nene –le decía–, y no tengas miedo, que la burra ya es vieja y no trota. –Pues el animal tenía en realidad casi veinte años, que en mala comparación con la edad de las personas resultaba ser una ancianidad.
(Continúa)
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