Revista del Ciezano Ausente, Día de la Cruz, año 2010.
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(Relato)
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A la Flora, yo la recuerdo siempre haciendo lía sentada en una sillica en el carasol de la tapia de las Monjas. Y recuerdo también que a causa de la mucha edad que llegó a tener, una neblina suave se le fue corriendo sobre el telo de la memoria, por lo que algunos sucesos de su vida pasada comenzarían ya a diluirse y perder el soporte firme de la realidad. Por eso cuando le pregunté un día sobre aquello tan singular de la subida del Cristo a la Ermita, la pobre no supo asegurarme bien si había ocurrido antes o después del año en que vino al pueblo Renato.
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Por casualidad, aún conservo una fotografía en blanco y negro, hecha a principios de la Guerra, en la que se ve a la Flora, ya mujer y vestida de luto, junto a un grupo de alumnas pequeñas uniformadas de las Pastoras, antes de que fuera destinado el colegio a hospital de sangre y se llenara de heridos del frente, cubiertos de vendas y algodones.
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Ella, más bien, y siempre que yo le daba pie para ello, le gustaba relatar cosas de su vida de picadora de esparto. Decía que había trabajado incluso en el Menjú, donde yo hasta entonces ignoraba que hubiera habido una fábrica de mazos funcionando con la energía hidráulica del salto, y que tenía que ir y venir todos los días andando por Bolvax y pasar el río en la barca. También contaba que había estado picando en cal Precioso, en cal Nene torres y en ca la Capdevilla, donde luego hubo un molino maquilero, y cuyo edificio cochambroso hoy en día quieren rehabilitar para un museo.
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Sin embargo, aunque yo ya tenía oídas, le pregunté por lo de Renato.
–Lo de Renato fue como una revolución en el pueblo –acertó a decir la Flora con una sonrisa leve, que envolvía todo un halo de misterio.
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Entonces contó que lo vieron llegar un día con una troupe de saltimbanquis haciendo títeres por la calle, que mandó instalar un cable de acero entre los pináculos de la fachada principal del Mercado de Abastos y la Tortada de la música que había en el centro de la Plaza de España, y que se puso a exhibir sus dotes de funambulista como si estuviera exento de cumplir con las leyes de la física. Pero ahí no acababa la cosa al parecer, porque como entonces el pueblo era tan reducido que aún nos conocíamos todos y se veían pocas caras nuevas, salvo cuando venían las compañías de revistas al Borrás, al Galindo o más tarde al Capitol, todo el mundo andaba algo confuso con las gentes de Renato. Pero además, cuando las mocicas vieron a aquel hombre que, con el torso desnudo como un dios griego desafiaba la ley de la gravedad y se paseaba por los aires con tan sólo una barra de equilibrio en las manos, se quedaron boquiabiertas de tales hazañas y de su figura exultante, y hubo un enamoramiento colectivo que al parecer pervivió durante mucho tiempo bajo las almohadas de sus sueños.
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A la Flora, cuando se la llevaron con los pies para adelante no hace mucho, le faltaban tan solo unos meses para cumplir los cien años. La pobre estaba más sorda que una tapia, aunque siempre me sonreía y me acompañaba el saludo alzando su mano, seca ya como de sarmiento, con la que tanto había trabajado en su vida para criar a sus siete hijos.
–¿Entonces, Flora, cómo fue aquello que subieron al Santo Cristo de noche? –le tuve que reiterar a mitad de la conversación, pero ella me salío por peteneras y empezó a evocar el ambiente del esparto, de cuando en el pueblo se hacía lía en todas las casas y no cesaba de oírse el zumbido constante de los mazos de las fábricas durante las veinticuatro horas del día.
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Precioso
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