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Guillermo del Madroñal y yo, en una fotografía retrospectiva, tomada por María José Martínez Cano
Josefa Lucía dio a luz a su primer hijo, un Guillermico, que vendría a ocupar la cuarta generación en la dinastía de la Casa del Madroñal (aunque él, como cosa anecdótica, no conocería su verdadero nombre hasta haber entrado en quintas). Cuando nació, el 11 de octubre de 1923, faltaban dos días para cumplirse el mes de dictadura del general Primo de Rivera, quien, tras su golpe de estado contra el Gobierno, había llamado por teléfono al rey, que se hallaba en el Palacio de Miramar, en San Sebastián, y le había preguntado que qué iba a decidir, majestad: exiliarse a Francia (honra sin barcos) o regresar a Madrid y aceptar un Directorio Militar (barcos sin honra).
Joaquín del Madroñal no cabía en sí de gozo; un varón era lo más deseado para iniciar la descendencia, que traería de nuevo la alegría la casa; el niño —pensó su padre— conforme creciera, iría sirviendo para algo, para trabajar la tierra, para cuidar de los animales, para aprender los oficios agrícolas y para ser al día de mañana un buen mediero de los amos. Joaquín había pensado también que el niño se iba a llamar Guillermo, pues ese era el nombre de su padre, fallecido de forma prematura mientras él permanecía en la Guerra de Melilla cumpliendo los últimos días de su servicio militar. Por eso, cuando tras licenciarse, regresó y vio su casa sombría, de luto riguroso (una madre viuda, tres hermanas mocicas analfabetas y un menor), decidió casarse pronto y tomar las riendas del Madroñal.
Josefa Lucía era muy joven entonces y supo llevar un aire fresco a aquel hogar apagado. Ella también pensó que Guillermico sería de gran ayuda para los quehaceres domésticos. Era el sino de las criaturas de los campesinos: crecer y convertirse en mano de obra gratis para colaborar en los trabajos y defenderse del cerco del hambre. Josefa Lucía, por haber sido huérfana de madre desde chiquitica, tuvo madrastra y un hermanastro: Joaquín Salmerón, que, aun sin vínculo de sangre alguno, se tenían entre ellos el afecto de verdaderos hermanos.
Tras la dictadura de Primo de Rivera (el rey en su momento había elegido «barcos sin honra») vendría la «dictablanda» de Berenguer, y los apurados intentos de Alfonso XIII por reanudar la forma de gobierno anterior, de acuerdo con la Constitución de 1876; así que se convocaron elecciones municipales para el 12 de abril de 1931, cuyo resultado fue tomado como plebiscito y dio origen a la proclamación de la «II República». Para entonces Guillermico ya andaría por el monte solo, pues en los tiempos de necesidad la niñez pasa rápida como una exhalación. Joaquín del Madroñal, su padre, le había comprado una boinica para que llevara algo en la cabeza, y, sobre todo, para que pudiera quitársela ante los señoritos como era de buena costumbre hacer en señal de sumisión.
En su día, el hermanastro de Josefa Lucía se había empeñado en sacar de pila al neonato. «Yo seré el padrino», dijo Joaquín Salmerón, y no hubo más que hablar. Los padres accedieron gustosos y dejaron también en sus manos la responsabilidad de inscribirlo en el Registro Civil. «Yo iré al registro a inscribirlo», afirmó el hombre. Claro, que siendo varón, era preceptivo hacerlo para que luego pudiera ser llamado filas cuando tuviese la edad; con las hembras, en cambio, no era tan importante, ni tan necesario; con las hijas, a veces pasaban años sin ser inscritas. Hasta en eso estaba relegada la mujer.
A Guillermico, como todos le llamaban en su casa, le cogió la Guerra Civil con 13 años, aprendiendo a arar los bancales del amo; tierra desagradecida que criaba espinos y alacranes. Pues como cuentan los libros de historia, se malogró la República en 1936; tan ilusionada que llegó después de aquellas elecciones municipales del 1931, y tan desgraciada bajo los sables de cuatro generales. Pero fue peor la posguerra. La posguerra fue piojosa, sarnosa, hambrienta, amedrentada y larga cual sombra de ciprés. Guillermo hacía leña en la sierra y la transportaba con la burra para venderla en el mercado del pueblo. La leña era el combustible de los pobres, que entonces eran legión; con leña se cocinaba en la lumbre y se espantaba el frío, tiritando, en el crudo invierno.
La noche que Joaquín del Madroñal pensó en el hijo que le iba a nacer, había apagado de un soplo el candil que colgaba en una púa junto a la cabecera de la cama, después, para evitar que siguiera humeando la pavesa de la torcida, apretó esta con sus dedos índice y pulgar. Josefa Lucía era menuda y su vientre de nueve meses estaba hinchado como la curvatura del mundo. El marido posó su mano de labrador y notó los movimientos bajo la piel tersa. «Si es muchacho, se llamará Guillermo…», dijo a ella, sotto voce, por detrás de la nuca. Josefa Lucía asintió con un movimiento leve de cabeza; era la regla; el segundo se llamaría luego Miguel, como el padre de ella (que así llegaría a ocurrir).
Un día Joaquín del Madroñal había entregado a su primogénito el arado y el par de mulas uncidas en un bancal yermo, y le había dicho que no se preocupara si al principio hacía garabatos en la tierra, pues todo sabio había empezado siempre por aprender las cinco letras vocales. Durante su niñez, adolescencia y juventud, Guillermo no se dedicaría a otra cosa que a trabajar duro. La hacienda de los señoritos no daba para medrar demasiado la familia y él tuvo que realizar peonadas en las balsas de cocer esparto, sacando a la espalda bultos que chorreaban agua putrefacta; apacentar ganados o hacer cientos, ¡miles!, de gavillas de monte bajo (chaparras, romeros, lentiscos, retamas, enebros…) para los hornos de cocer pan o de fabricar tejas y ladrillos. Exento de escuela, Guillermo solo llegaría a aprender lo que su padre pudo enseñarle a luz del candil de los pobres por las noches; poca cosa, pues hasta su nombre verdadero ignoraba.
Joaquín Salmerón, el hermanastro de Josefa Lucía, era para todos el querido «Chache Joaquín», el padrino de Guillermo del Madroñal. Más el muchacho, allá por el año 1944, sería llamado a filas. Se presentó en la caja de reclutas, que estaban en la esquina de la Calle Virgen del Buen Suceso con la Calle Mesones y fue sorteado. Y entonces, sólo entonces, se desvelaría con sorpresa que el «Chache Joaquín» había hecho una de las suyas veinte años atrás. Pues cuando fue al registro civil, no le puso el nombre del abuelo Guillermo, que le correspondía según la costumbre y el deseo de sus progenitores; no, le puso el suyo propio: Joaquín.