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Imagen de una de las cuestas que bajan hasta la Ronda del Fatego (fotografía de mi amiga Pilar Alcaraz)
El muladar de Cieza estaba en el «Barranco de los Burros». Ya no existe, y las nuevas generaciones olvidarán pronto que existió. Hace bastantes años que el «Barranco de los Burros» fue rellenado y colmatado del todo, ¡hasta arriba!; y luego plantaron sobre él un melocotonar. Quizá cuando pasen cuarenta mil años y hagan en ese lugar una excavación, podrían hallar niveles arqueológicos hasta a más de cincuenta metros de profundidad. No encontrarían huesos fosilizados de las bestias, pues décadas antes de convertirse en muladar y luego ser rellenado hasta su colmatación, ya habían dejado de arrojar allí los cadáveres de las mulas y las burras enfermas o muertas en el pueblo, y aun de los caballos de los picadores de la tauromaquia, cuando aquellos animales, sin protección alguna, como ahora, morían destripados en el ruedo para divertimento del distinguido público. (No sé si saben que existía el oficio de «tripero» para aquel obsceno espectáculo, que no les explico en qué consistía por decoro.)
En frente de la iglesia de Santa Clara existe un pequeño parque, con sus senderillos ajardinados, con sus árboles, con su zona infantil, donde suele haber siempre niños árabes del barrio; y con sus bancos para sentarse; extraños bancos de piedra; pesados bloques calizos que nos hablan en silencio, que nos cuentan cosas del pasado de nuestro pueblo. Al diseñador del parquecillo de Santa Clara le pareció oportuno sembrarlo de esos sillares de roca viva, arrancados a cincel un día de las canteras de la Sierra de Ascoy y acarreados con bueyes; bloques pétreos que muchas personas no reconocerán, pero que durante décadas formaron parte de una potente industria local que marcó idiosincrasia en nuestro pueblo, que imprimió carácter a nuestra gente y que determinó una peculiar forma de vida para gran parte de la población ciezana: la vida del esparto.
Mi bisabuelo Miguel Camacho, padre de mi abuela materna Josefica, estuvo de guarda en la fábrica de espartería de Zamorano. Enviudó joven, con tres criaturas de corta edad: Josefa Lucía, Concepción y Miguel; vivían en la Cuesta de la Villa, en una casica minúscula con dos camaricas encima, en cuya ventana más alta todavía se puede observar una hilera de púas enrobinadas donde colgar rastras de pimientos. La casa hoy en día se tiene en pie de milagro y nadie sabe de su dueño; se perdió todo papel, escritura o registro después de la Guerra, ni la habitó persona alguna en los últimos cincuenta o sesenta años. Mi bisabuelo en aquel entonces solucionó el panorama familiar contrayendo segundas nupcias con urgencia. La nueva esposa, viuda, aportó al matrimonio un hijo: Joaquín Salmerón (nuestro querido «Chache Joaquín»), que luego de trabajar en los hiladores y en un taller mecánico, emprendedor, se hiciera taxista y fuera el fundador de una saga de Salmerones, uno de cuyos nietos es mi admirado amigo y tocayo Joaquín Salmerón, el director del Museo de Siyâsa.
El «Barranco de los burros» se hallaba subiendo del Maripinar a la derecha, frente al kilómetro 2 de la Carretera de Mula. Primero, y durante años, dieron en arrojar allí las basuras del pueblo; la empresa encargada de la recogida enculaba sus camioncillos y volcaba el contenido al terraplén. Eran tiempos en que las cosas se hacían así sin problemas. Luego, el dueño del terreno, pues el profundo barranco era privado, dio permiso para que sirviera de escombrera. ¡Cientos o miles de camiones de escombros de todo tipo serían arrojados allí! ¡Dios sabe cuántos elementos, revueltos en los escombros de las demoliciones de casas, habrá sepultados para siempre!
Entonces había muchas fábricas de mazos de picar esparto en Cieza; no paraban, «¡pom-pom y pom-pom!», las 24 horas, «¡pom-pom y pom-pom!». En la zona de Santa Clara había dos de esas fábricas: la de Zamorano y la del Nene Torres. La de Zamorano estaba en alto, pegaica a la carretera, en un cabezo al que se accedía por una gran rampa con una horma de piedra. Mi bisabuelo Miguel Camacho podría haber observado desde arriba la extraña caravana de vehículos que una noche, a eso de las dos de la madrugada, pasara a gran velocidad por la general en dirección Cartagena; se trataba de la «fuga» del rey Alfonso XIII, en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1931; nueve vehículos de alta gama —el monarca viajaba en un Duesemberg americano de su propiedad, mientras que abriendo camino iba su primo Alfonso con un Hispano-Suiza— y una camioneta de guardiaciviles. La otra fábrica, la del Nene Torres, ocupaba una posición más baja; justo donde está ahora el mentado parque de Santa Clara (mientras que la industria del Gallego se hallaba al otro lado de la Gran Vía, donde está el Mercadona).
En las fábricas de mazos, el trabajo de las picadoras era bastante penoso; cada mujer asistía dos mazos de carrasca, dos pesadas vigas de madera que no paraban de golpear sobre la piedra picadera. El cometido de la picadora, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, era meter con sus manos los puñados de esparto bajo el mazo y retirarlos una vez picados; ¡por una décima de segundo podían volar sus dedos o sus manos! El ruido las torturaba hasta dejarlas sordas, mientras que el ambiente polvoriento amenazaba sus pulmones con la enfermedad de la «espartosis». Hoy leemos, en los bloques pétreos diseminados por el parque de Santa Clara, los rastros de aquel pasado; ahí están las marcas de los mazos; ¡cientos de miles!, ¡millones de veces!, golpeadas las picaderas, la madera dejó su huella en la piedra.
A medio rellenar de basuras y escombros el «Barranco de los burros», ahí más arribica del Maripinar, a la derecha de la carretera de Mula, su propietario aceptó culminar el relleno con tierra molla para luego plantar un huerto encima. ¡Un millón de metros cúbicos de tierra!, extraído del «Cabezo de Zamorano», fue trasladado en camiones hasta allí. La altura desde donde mi bisabuelo Miguel Camacho fuera testigo del paso del «rey fugitivo» a deshoras de la noche, fue rebajada hasta nivel de la carretera para construir diversos bloques de pisos. Y todo el solar de la fábrica del Nene Torres también fue rebajado en diversos niveles, dejando la mentada zona verde: un parque, cuyos bancos de piedra son las picaderas de los antiguos mazos de picar esparto de las dos mencionadas industrias.
Cuando pasen muchos años, nadie se acordará de que donde está la calle Juan José Ayala hubo un cabezo, y sobre él una fábrica de mazos de picar esparto, la de Zamorano; y donde el parque de Santa Clara hubo otra, la del Nene Torres; y que todo el inmenso rebaje del gran solar fue llevado al Barranco de los Burros hasta colmatarlo y plantar melocotoneros.