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Mi abuelo entonces me llevaba de la mano a ver a su madre, la «Roja del Madroñal». La «abuelica Roja» vivía con su hija Manuela en la misma esquinica de la calle Padre Salmerón con la calle Reyes Católicos (enfrente, en la acera de la vieja taberna del Bullas, tenía su casa Antonio Pastor, el «Nene de los Coches», y, en los bajos metía tres autobuses: dos medianos y uno más pequeño). Mi bisabuela entonces me ponía su mano anciana, casi centenaria, sobre mi cabeza y me acariciaba con unción. Mi chacha Manuela solía preguntarme si ya tenía novia, pero como yo consideraba retórica su pregunta, no respondía; y ella, al no poder arrancarme respuesta alguna, me llamaba «mudico»: «Ya está aquí el mudico» —decía con cariño.
Mi abuelo Joaquín tomaba de la casa de su hermana Manuela dos sillicas de anea para ver la procesión de Viernes Santo en la mañana por la Calle Mesones, en la esquina del Bazar Aniorte (entonces no se había ampliado todavía el circuito procesional por el Paseo de los Mártires, la calle General Mola y la calle Virgen del Buen Suceso). Al poco rato llegaba la abuela, que se había retrasado poniendo a saltear los caracoles serranos en un pucherico de barro al sol, ya que era el menú corriente en Viernes Santo: arroz en sartén con caracoles, y, si acaso, con un puñao de collejas, pues era día de ayuno y abstinencia y no se podía comer carne; solo los señoritos podían hacerlo pagando una bula a la iglesia (¡cuatrocientos y pico años antes, Lutero ya se había rebelado ante el comercio de indulgencias!). Por entonces mi abuela Josefica empezaba a caminar con ayes: «¡ay, ay, ay!», pues se le habían engurruñado los dedos de los pies y sufría enormemente con los callos, por lo que tenía que hacerles agujeros por encima a los alpargates para poder andar con alivio.
Los «Armaos», a veces, hacían «la caracola» delante de Las Claras y del estanco de Quiles, donde mi abuelo solía comprarse sus paqueticos de «Ideales» cuando ya había dejado el uso de la petaca y el librillo de papel «Bambú». (Delante del Convento de las Clarisas todavía se mantenía en pie un enorme caserón destartalado y cerrado a calicanto: era la que llamaban la «Posá de las Monjas», que luego la tirarían y harían un cine de verano los Hoyeros: el Cine Avenida.) A mi abuelo le gustaba ver pasar a Pilatos, de pie en su carrito romano, con la capa imperial desparramada sobre el carro, bajo la cual se escondía un capacico de pleita, un recogedor de hojalata y un escobón, pues el caballo no se privaba de soltar sus «cajonás» delante del sursuncorda.
Cuando pasaba el último pito de la banda municipal, en la cola de la procesión, y la gente se enmarañaba y tiraba cada mochuelo para su olivo, mi abuelo devolvía las sillas a mi tía-abuela Manuela, que de nuevo me decía: «¡el mudico!», pues yo no pensaba responder a su pregunta monotemática de «si tenía o no tenía novia». Entonces nos íbamos para la casa, que estaba por el final de la calle Calderón de la Barca, cerca ya de «Los Salesianos», y atravesábamos el «pasadizo del Bullas», tan estrecho como para caber justo una burra con serón, pues aún quedaban por hundir las últimas casas para ensamblar por completo el «pueblo nuevo» al «casco viejo». (El plan general urbano de 1924, llevado a cabo por el ingeniero Diego Templado, hizo crecer Cieza de forma ordenada y con un acoplamiento perfecto del «ensanche» al urbanismo existente, con la excepción de que hubieron de hundirse una serie de casas de las calles Padre Salmerón, Santa Gertrudis y General Prim, para abrir, rectas, las nuevas calles Virgen del Buen Suceso y Reyes Católicos).
Aquella tarde, mi abuelo me llevaría a la Fuente del Ojo, entre el gentío de todas las edades que iba por el caminico de Manufacturas Mecánicas de Esparto. Pues como estaba el «Señor muerto», y no había nada abierto y en la radio solo ponían música sacra y gregoriano (la tele no existía), todo el mundo buscaba algo de esparcimiento; era como una especie de romería civil: el ir a la Fuente a ver saltar el agua por encima de las losas del lavadero. Ni que decir tiene que, buscando algo de negocio, acudían también el tío del carrito del helado, vendiendo polos, cortes y chambis; el del carrito de las pipas, que las llevaba a granel y las vendía en cucuruchos improvisados de papel de estraza; el de las rajas de coco, el de las manzanas de caramelo rojo pinchadas en un palo, el del arrope calabazate y el hombre de las milhojas («¡a peseta!», las voceaba), que las llevaba en una cesta grande de mimbre que colgaba del brazo. Era un día extraño en la Cieza industrial: cesaban su estruendo los mazos de picar esparto, estaban desiertas las carreras de hiladores, guardaban silencio los pitos de las fábricas, se mantenían en reposo las campanas y, para que no lavasen en Viernes Santo las mujeres, el guarda del lavadero taponaba las pilas y el agua se desbordaba inundándolo todo.
La procesión de la noche era la más solemne. La Guardia Civil desfilaba de guante blanco, con los tricornios echados atrás y colgados del barboquejo, y los mosquetones al hombro con el cañón para el suelo. Los tronos no cargaban con baterías para su iluminación como ahora, sino que estos se enchufaban con largas mangueras a los cuadros eléctricos que había a lo largo de la carrera; de forma que mientras unos tendían el cable arrastrando por delante, los otros iban recogiendo en madeja por detrás (un recuerdo aquí para el Largo, el Rojico y el Pascualón). De forma que, tanto los santos, como las reatas de túnicos, enlazados por los cables eléctricos, presentaban una iluminación grandiosa a base de lámparas de corriente alterna.
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