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Solo es aire lo que nos sustenta, lo que nos empuja hacia el cielo, lo que nos lleva; ¡aire!, lo que nos eleva del suelo y nos transporta sobre la alfombra mágica de las nubes.
La comunicación más perfecta que haya inventado el género humano, además de la expresión oral, claro, es la escritura. Existen otras maneras de intercambiar mensajes: signos, pictogramas, incluso la pintura; hace veinte mil años, los pintores (mujeres u hombres, no sabemos) de Altamira se comunicaron con nosotros, y con la humanidad futura; nos dijeron «...en nuestra época hay artistas y en nuestro entorno, bisontes y otros animales», por ejemplo. Pero los mensajes más complejos, las leyes, el pensamiento, el saber, las doctrinas religiosas, etc., requieren ser trasmitidos mediante una grafía escrita: cuneiforme, jeroglífica, o de cualesquiera de los muchos alfabetos inventados en las diversas culturas y pueblos a lo largo del tiempo. Cuando las personas comienzan a escribir es cuando arranca la Historia; y lo de atrás ya es Prehistoria.
Pero vamos al sencillo acto de escribir. Ya tenemos los alfabetos, incluido el braille; con ellos podemos empezar a expresar aquello que nace en nuestra mente y queremos hacerlo llegar a otras personas. Miren, hay un misterio en los evangelios que nadie podrá develar jamás, y es qué escribía Jesucristo en el suelo cuando le presentaron a la mujer «adúltera». Se dice que escribía con el dedo, y es muy posible que eso acostumbrase Él hacerlo, quizá mientras meditaba la respuesta justa a una pregunta. No sabemos qué escribió ni en qué idioma, pues aparte del arameo, posiblemente Jesús supiera griego y latín; sólo sabemos que cuando se quedó solo con la mujer, levantó la cabeza (dejando de escribir lo que fuese) y le hizo aquella pregunta de «…si es que no la había condenado nadie». Ella respondió que no, y Él dijo «yo tampoco te condeno».
Al ya nonagenario Antonio Gala (¿se acuerdan de los bastones y los perritos que sacaba por la tele?) le oí decir una vez que él escribía con lápiz y sobre las rodillas. Creo que era un acto de humildad, de sencillez, de amor a las letras; a las letras que formaban palabras, palabras que componían frases, y frases que integraban maravillosos libros y novelas.
Ahora con los ordenadores no hay que tachar ni romper páginas. ¿Cuántos folios rompería el colombiano universal cuando escribió «Cien años de soledad» en España? ¿Han visto ustedes la sencilla dedicatoria de esta fabulosa novela? Se refiere en ella a las personas que le compraban los paquetes de folios (¡por falta de papel que no decayese la saga de los «Buendía»!); una de ellas: María Luisa Elío, al parecer, era una familiar de la farmacéutica Doña Mª Carmen Elío de Cieza, ¿lo sabían?; quizá sin aquélla se habría marchitado Macondo.
También imagino a Cervantes elaborando el texto del Quijote a la primera, es decir, componiéndolo en su cabeza y después mojando la tinta en el tintero. Una mente privilegiada para hacer eso. Así también se han escrito muchos poemas. Armando Valladares, veintidós años preso político en Cuba, declaró que componía sus poemas en la cabeza y se los grababa en la memoria (le negaban papel y lápiz), que luego llevaría a un libro cuando fue liberado por intercesión de Mitterrand en su viaje a la isla.
Pero esto de los ordenadores es muy reciente, de hace cuatro días; la técnica ha evolucionado muy rápida y ha influido mucho en nuestras vidas. Y una de las cosas que ha cambiado rotundamente es la manera de escribir. ¿Quién tiene ahora aquella bonita caligrafía con que escribían los amanuenses, los escribanos de los registros civiles, de los juzgados, o los funcionarios municipales; los «infrascritos» secretarios que elaboraban a mano las actas capitulares con pluma y tintero. Hoy en día todo eso ha desaparecido: los plenos se graban en vídeo y en archivos sonoros, y un empleado cualquiera los trascribe resumiéndolos más tarde (yo mismo he trascrito plenos mientras hacía otros cometidos), los convierte en documentos informáticos y el secretario o la secretaria los firmará de forma digital.
Mi padre, Guillermo del Madroñal, iba más lejos en la humildad de escribir (hablo en pasado porque ya, en los umbrales del siglo de edad, ha dejado de escribir: solo lee y trabaja el esparto). Escribía con bolígrafo, por supuesto; sobre las rodillas o encima de una mesa, también; pero además nunca lo hacía en un folio limpio, en blanco, ni en un cuaderno nuevo, de estreno; no, él escribía siempre en papel usado de la más diversa procedencia, aprovechando incluso huecos en las páginas ya utilizadas previamente por otras personas. Y casi nunca tachaba: conforme salían de su mente las palabras y las frases, las plasmaba en el papel. Eso ahora casi no se hace; yo escribo, corrijo, añado, suprimo, cambio. La técnica de los ordenadores ha modificado el oficio de escribir.
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