Por montañas y valles suizos |
Resulta que al hombre, una mañana que andaba ligerico camino del trabajo, le cascó un pinzamiento de no te menés en la columna y se le quedaron atascadas las bisagras de los riñones. Mas como pudo, llegó a su empresa y se enganchó. Sin embargo, horas después tuvo que pedir que lo llevaran en un auto al centro de salud porque el dolor era insoportable. (Esto que les cuento ocurrió hace unos años a mitad de enero; tomen nota).
El médico de familia, con muy buen criterio y fiel al protocolo, le mandó reposo en cama dura, antiinflamatorios y relajante muscular, y una placa para cerciorarse mejor de aquella presunta lumbalgia (aunque en la radiografía, vista a mano alzada contra la luz de la ventana, no se advertía claro el asunto). Mas al cabo de un mes, porque esas dolencias se presentan de golpe y porrazo, pero tardan un montón de tiempo en curarse, la cosa no había mejorado sustancialmente. Entonces el doctor de primaria decidió remitir al hombre a un especialista. “Anda y que te vea el trauma”, le dijo.
En el mostrador, la cita no se la pudieron dar sino para dentro de otro mes y pico después; mientras tanto el hombre maleaba y acudía al trabajo como dios le encaminaba. Por fin, ya en abril, lo vio el traumatólogo. “¿Lo tuyo es invalidante?”, le preguntó nada más entrar a la consulta. “Pos mir’usté, no...”, respondió el hombre con franqueza, ya que lo que era andar, andaba; con dificultad, pero podía moverse. “Vale, sigue con antiinflamatorios y pide nueva cita y tráeme una radiografía.”
Con la cita en rayos no hubo problema, ya que la del especialista se la dieron para dos meses después (los ordenadores ordenaban que no podía ser antes; “¡imposible!”, aseguró la chica). Mientras tanto, el hombre siempre llevaba ahí clavado el dolorcico torturándole; ni podía estar mucho tiempo de pie ni mucho tiempo sentado ni podía darse sus caminatas, otrora habituales..., ni hacer la vida corriente de antes del jodío pinzamiento.
A primeros de julio, ya que le aplazaron por dos veces la cita porque el doctor tenía congreso o no sé qué puñetas, el hombre se presentó de nuevo en la consulta con la radiografía en la mano, pues las placas aún las hacían en celuloide y te las daban en un sobre sepia. (Había la creencia de que con las zonas oscuras o veladas de las radiografías se podían contemplar los eclipses de sol, pero las autoridades sanitarias advertían a través de los medios que eso no era bueno y que uno, cual el terrible vaticinio los curas de antes por otros motivos, se podía quedar ciego si lo hacía). El trauma, que lo cogía de las manos y le hacía ponerse de puntillas como si fuera a bailar el vals de los cisnes, le volvió a preguntar lo mismo que el primer día: “¿Lo tuyo es invalidante...?” Al hombre le mosqueó contestar de nuevo que no, pues lo mismo que Lázaro cuando se lo mandó Jesús, él andaba. El galeno sacó la radiografía del sobre y la colocó sobre una pantalla que había en la pared para observarla al trasluz. “Aquí no se ve nada”, aseguró. No obstante, le cambió la medicación y le dijo que volviese en un mes. Más para entonces, ya metidos en agosto, había otro especialista y, como el hombre insistió que el daño lo tenía de forma permanente y la calidad de vida se le había deteriorado, aquél decidió mandarle una resonancia. “Te vas a hacer una resonancia y cuando la tengas, pide cita de nuevo”. (El hombre había dejado ya de tomar pastillas por hartazgo).
Donde daban las citas para las resonancias no había nadie. El hombre preguntó y le dijeron que volviera en setiembre, porque quien tenía que darle la cita estaba de vacaciones. A ver, la cosa era bien sencilla: una persona tenía el cometido de citar para las resonancias; se había ido de vacaciones y nadie podía dar las citas. De modo que el hombre volvió en setiembre y consiguió cita para mitad de octubre; antes no podía ser. (Las resonancias se hacían entonces en un camión que paraba en el patio trasero y, durante unos días, prestaba el servicio; luego se iba a otro lugar).
Cuando faltaba una semana para la fecha, al hombre le llamaron por teléfono y le aplazaron la cita para otra semana después; y cuando de nuevo faltaba un día, le volvieron a llamar y se la atrasaron para cuatro días más tarde. A finales de octubre consiguió entrar al “tubo”. Pero la cita para el traumatólogo no pudo ser sino a mitad de diciembre. Antes no había hueco.
Llegado el día por fin, el hombre entró contento a la consulta, no tanto por haber conseguido aportar los resultados de la resonancia, sino porque la dolencia había remitido sola a los 11 meses de marear la perdiz. “¿Lo tuyo es invalidante?”, le preguntó sin embargo el médico a bocajarrro, con la vista enredada en los papeles del historial.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/11/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA"
Sangrante, real, ocurre a diario y mientras nos ocupamos en ver como va el Madrid o el Barcelona. Muy triste!!!!
ResponderEliminarGracias por el comentario.
EliminarUn saludo.