En artículos anteriores ya les hablé a ustedes de los esparteros, que con su duro trabajo de arrancar el esparto en el monte constituían el inicio de la cadena industrial de la espartería, que tanto auge llegó a tener en Cieza en el primer tercio del siglo pasado. Bien, pues otro eslabón principal de aquella cadena lo formaban las “picaoras”.
El esparto, una vez secado en las tendidas, cuyas manadas se exponían al sol abiertas como abanicos, era atado en “bultos” y llevado a las balsas, donde se “cocía” por inmersión prolongada de 30 ó 40 días; después, transportado de nuevo a las “tendías”, éste se colocaba en el suelo en capas finas para que se orease y perdiera el color negruzco del agua putrefacta de la balsa. Luego, atado de nuevo, era llevado en carros o en camiones hasta las “fábricas de mazos” para su “majado”.
Sepan, pues, que hubo un tiempo en Cieza en que, además del olor a esparto cocido en todas las calles, se tenía por habitual el ruido de los mazos en las cercanías de dichas industrias: entre otras, la del Gallego, la del Precioso, la de Zamorano, la del Nene Torres o la de Zafra, que estaba, esta última, en el Maripinar, frente al primer campo de fútbol de Cieza, en Las Delicias. Así que durante las veinticuatro horas del día, “¡pom-pom y pom-pom!”, no paraban de oírse los mazos de picar esparto.
¿Y qué eran los mazos?, quizá se pregunte alguno de ustedes. Pues éstos no eran otra cosa que enormes vigas de madera de carrasca dispuestas en vertical, que subían y bajaban rítmicamente, golpeando sobre las “picaderas”, unas piedras lisas empotradas en el suelo, y sobre las cuales se colocaba el esparto para ser machacado.
Bultos de esparto cocido y secado al sol en una tendida, dispuestos para llevar a la industria. |
Pero imagínense el interior de una nave de las citadas industrias de primeros del siglo XX. Los mazos, en hilera, uno junto a otro, golpeaban sin cesar con un ruido ensordecedor; la pésima ventilación del lugar hacía que permaneciera flotando en el ambiente el polvo denso, maloliente y nocivo para la salud del esparto cocido; y por las noches, unas sucias y escasas bombillas de 125 voltios esparcían su luz raquítica sobre las pilas de bultos. Esas eran las condiciones laborales de las picadoras, las mujeres que asistían los mazos durante largas jornadas, en turnos de día o de noche.
Al principio, cada “picaora” tenía que sentarse en el suelo con las piernas cruzadas, frente al mazo (¿se imaginan ustedes diez o doce horas en esa posición?) Su trabajo consistía en ir colocando puñados de esparto sobre la piedra para que éste fuera “majado” por la acción violenta del golpe de la viga de madera. Las picadoras, a veces adolescentes, casi niñas, debían controlar muy bien los tiempos, pues ninguna otra medida de seguridad podía evitar el aplastamiento de una mano, sobre todo en las altas horas de la madrugada, en que el cansancio empezaba a hacer mella en los reflejos del cuerpo (piensen ustedes que aquellas personas, como sigue ocurriendo hoy en día a la mujer trabajadora, además de defender su puesto de trabajo, debían de sacar adelante la faena de su casa y el cuidado de su familia, entonces de manera más penosa, como en el hecho de tener que ir a lavar al río o a la Fuente del Ojo, cargadas con los líos de ropa).
Ya van quedando pocas de aquellas mujeres que fueron “picaoras” de esparto en Cieza, pues el paso del tiempo es inexorable; pero éstas refieren que luego, los empresarios cayeron en la cuenta de que con menos dolor en los huesos, las trabajadoras podían rendir más, e idearon excavar en el suelo un “hoyo” frente al mazo para que las mujeres (muchas de ellas embarazadas) metieran en él las piernas.
La “picaora”, siempre pendiente de la caída traicionera del mazo, cuando éste se elevaba, tenía que retirar el esparto picado de la “picaera” e introducir una nueva “abarcaúra” o puñado. Mas si se demoraba unas décimas de segundo y no llegaba a tiempo, entonces el madero caía sobre la piedra en seco y el golpe, no sólo le afectaba a los tímpanos, de por sí castigados hasta la sordera por el ruido constante de un día y otro día, un año y otro año, sino que lo sentía resonar en todo su esqueleto como un seísmo interior.
Luego, el esparto picado pasaba a los rastrillos (primitivamente, unos tableros de púas parecidos a “camas de fakir”), donde los “rastrillaores”, siempre envueltos en una nube de polvo que con el tiempo les causaba la enfermedad pulmonar llamada “espartosis”, tenían que golpear éste, abriendo y separando las fibras de que está compuesto, para ser utilizado en el hilado por los “hilaores”. Polvo, el de los rastrillos, que venía a acrecentar aquel ambiente enrarecido que tenían que respirar las “picaoras”; ellas y, a veces también, su prole de corta edad, ya que algunas, no teniendo con quien dejar la criatura de teta, la recostaban en un rinconcito entre los montones de esparto.
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enhorabuena por el artículo, es precioso.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarHola Joaquín, quería saber como podría ponerme en contacto contigo por correo, soy estudiante de la Universidad de Murcia y estoy realizando mi trabajo de fin de máster sobre la Industria Espartera en Cieza, y quería preguntarte sobre la fotografía de la maquinaria de manufacturas. Te dejo mi correo: santoscaballerolaura@gmail.com
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