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Paseando a mi padre con la silla de ruedas (foto de Fernando Galindo)
Miren, no vamos a meternos aquí en ideas muy profundas, ni calentarnos mucho la cabeza con estos calores de agosto. Lo que pasa es que veo la silla de ruedas de mi padre, arrumbada ya un mes en un rincón, y me hago una pregunta: ¿cuál es la utilidad de la vida? No ya el clásico «de dónde venimos y a dónde vamos», que eso es demasiado trascendente; no, sino para qué estamos aquí hoy, si mañana ya no estamos. Así de sencillo. Porque todo ha de tener su razón de ser. Por ejemplo, las abejas; las abejas han de existir, pues si no, no habría plantas; y si no hay plantas, ¡adiós Madrid!, no hay oxígeno, y sin oxígeno, no habría vida en el Planeta. Pero ahí está clara su utilidad (por cierto, no maten las abejas, no ya por la miel, que no está hecha para la boca de los «asnos», sino por su labor polinizadora).
Un mes ya, que la silla de ruedas que le compré a mi padre está triste y sola, en la habitación triste y cerrada, donde también queda la cama (me la dejó prestada una buena amiga, de esas eléctricas, de sube y baja, con colchón antiescaras), pues allí está también triste y vacía. En general, la casa se halla extrañamente vacía, silenciosa, solitaria; y no por deshabitada, ¡ojo!, que nosotros estamos por allí a cada momento, entrando a la cocina, al baño, al patio, al saloncito, repleto de objetos que se acumulan a lo largo de la vida. Pero no, la casa está vacía de la presencia más esencial.
Yo, hasta hace un mes, iba todos los días, y él estaba allí, sentado en la silla de ruedas, leyendo quizá algún libro de los que yo le proveía (luego me decía «llévate ese, que ya lo he leído»); por supuesto, leyó mi última novela «La patria que nos queda» y le gustó mucho. Entonces yo entraba seguro; con la seguridad de que él me iba a mirar y a decirme alguna cosa («anda a ver si están regadas las plantas del patio», o «tienes que cortarte ya ese pelo», o «¡válgame dios hijo!, con los años que tienes y en pantalón corto…, o «mira», y me mostraba, sin añadir nada más, algún hematoma nuevo en sus manos seniles, extremadamente ososas. Yo entraba seguro y le decía «¿salimos?», y, sin esperar a que él respondiera «¡venga!», yo le ponía la señal en la página del libro que estaba leyendo, se lo cerraba, le quitaba las gafas y las metía en su estuche, y le echaba un ojo a su aspecto general, incluso le pegaba un fogonazo de colonia antes de ponerle el sombrero (siendo buen tiempo), o la gorra y la bufanda (si hacía algo de frío), y nos íbamos a hacer la ruta. Mi vida entonces tenía una utilidad.
Pero aparte de eso que les cuento, yéndonos a lo más general, ¿servimos para algo a la creación, al planeta? ¿La vida humana es útil a la naturaleza, al universo? Miren, hay una palabra que viene del griego (nuestro idioma, como todos, procede de otras lenguas; de la que más, del latín, por eso somos «latinos», aunque mucha gente reserva esa palabra para los hispanoamericanos o luxoamericanos, pero no es así; tan latino es un hondureño como un rumano, como un francés, como un italiano o como un español; del árabe también tenemos palabras, ya saben, ¡ochocientos años estuvieron los moros en España!, algo se nos tuvo que pegar; y ya, como otra lengua madre importante, tenemos el griego), pues bien —como les decía—, hay una palabra del griego que es «antrópico» y que viene a significar «aquello que produce o modifica la actividad humana». ¡Madre mía!, los seres humanos no paran de hacer cosas, buenas y malas. Antrópica es la agricultura ciezana, que da de comer a tanta gente; y antrópica también es la deforestación de la selva del Amazonas, el pulmón de la Tierra. Ahora, ¿es útil todo lo antrópico, todo lo que crea o modifica el ser humano? La bomba atómica, por ejemplo, es un ídem de cosa antrópica; lo que nos lleva a concluir: ¿el saldo de la vida de Alberto Einstein fue de utilidad para el mundo, para la humanidad, para el planeta, si pensamos que fue el padre de la bomba atómica?
Para no marearnos mucho el coco, la utilidad primitiva y principal de la vida, de toda clase y forma de vida en este mundo, es la reproducción. Por el hecho de reproducirse (además, está en el Génesis: «…creced y multiplicaos») ya está siendo útil la vida, pues es lo que pide la naturaleza, la reproducción. Alguien dijo que «uno a uno somos mortales, pero todos juntos somos imperecederos». ¿Pero qué sentido tiene ser muy sabio y luego morirse? Yo conocí a un hombre sabio; luego le vi metido en el ataúd con la cara del color de la tierra; no había dejado obra tangible, por lo que su vida no tuvo una utilidad interesante para la sociedad (había contribuido a la reproducción, eso sí). Él se aprovechó de los conocimientos de otros y llegó a disfrutar de una cultura importante, que se perdió aquel día en que su rostro adquirió el color de la arcilla; un derroche de la naturaleza de la persona, del cerebro humano: hacerse sabio y volver al polvo, a la nada.
Mi amiga Loli Camacho me había dicho hace algún tiempo «…tu padre adorna la casa» (que palabra tan bonita, Loli: «adorna»). Creo que la silla de ruedas, la cama, la habitación, la casa, han perdido su adorno. El Principito, en su diminuto planeta, tenía también un adorno: la rosa que él cuidaba con mimo; sin ella el asteroide B612, de la preciosa historia de Saint-Exupéry, estaría triste también.
Mi padre, en su larga vida (90 días para los cien años), y en sus proyectos agrícolas, ha dejado huellas antrópicas. Algunas, el tiempo, demoledor, que todo lo devuelve al caos, va destruyendo inexorablemente; otras, sus escritos, sus libros, ahí quedan. Pero la mejor utilidad de su vida ha sido hacer el bien y dejar una marca de sencillez y de honestidad en el curso a seguir por quienes continuamos su estela.
La silla de ruedas, ahora sola y sin utilidad, ha sido durante más de tres años el instrumento con el que hacer un poco útil mi vida. Empujar ha sido un esfuerzo útil; siempre hay pequeños motivos para dar sentido a nuestra existencia. Aunque ahora, sin su «adorno», todo parece baldío.