Plaza de toros de Cieza |
Recuerdo que una tarde, allá a mitad de los noventa, paseábamos los cinco que éramos entonces (mi mujer, mis tres hijas y yo) por el Parque de María Luisa de Sevilla, en plena zona monumental procedente de la Exposición Universal del año 1929 (aquella “expo” fue compartida con Barcelona y de cuyo evento quedaron en la ciudad condal, entre otros, la gran Plaza de España, hoy centro neurálgico de la urbe, el Palacio Nacional de Monjuit o el Pueblo Español). En la capital hispalense merece mucho la pena contemplar su también hermosísima Plaza de España (construida para aquel evento internacional), con los monumentos erigidos a todas las provincias, en los que figuran los nombres de los municipios de cada una de ellas, como el de Cieza. (También en cada banco del mencionado parque de María Luisa, escritos en los azulejos, hay cientos, ¡miles!, de refranes).
Pero a lo que voy. Caminando a orillas del Guadalquivir, por la parte del Arenal y la Torre del Oro, donde las gitanas vendían abanicos a los guiris, nos llegamos hasta las puertas de la Real Maestranza; ¡y había corrida de toros!, pues era por la Feria de abril y toda Sevilla estaba en fiestas, oliendo a azahar, y a lo otro de los caballos, las cosas como son. Así que yo, emocionado, pues me sonaba bastante aquella clásica “catedral del toreo” de haber visto muchas veces, de refilón por mi oficio (iba a las casas a reparar las teles) faenar a Antoñete, con su mechón de luna blanca en la crisma, quise asomarme sólo un momento al interior y así se lo manifesté al portero, vestido con riguroso uniforme a tono con la fiesta (¡con la fiesta sevillana y con la Fiesta nacional!), o al menos así me lo pareció.
Entones el hombre, amable y graciosón como la mayoría de los andaluces de Híspalis, se puso grave por un instante y dijo: “¡No zeñó! ¡Ahora no ze pué entrá!” Yo me hice un poco el remolón y le aseguré que solo se trataba de asomarme al “vomitorio” o como se le llamara a aquella puerta que había al final de una escalinata y por la que se oía aplaudir de vez en cuando al “respetable”, que por lo visto abarrotaba los tendidos hasta la bandera (yo únicamente quería ver con mis propios ojos la forma de patata que paradójicamente tiene el “redondel” de la Maestranza; eso era todo). Pero el hombre se negó en redondo y me dio una poderosa razón para ello: “¡No zeñó! ¡Ahora no ze pué entrá porque está toreando er Maestro!” El “maestro” era nada menos que Curro Romero, un torero controvertido y supersticioso, que le tenía más miedo al toro que a una nube de piedra, pero que cuando le salía una faena bien, o aunque solo fueran unos lances, para los entendidos en el asunto era como si se abrieran las mismísimas puertas celestiales de la tauromaquia (aunque dudo seriamente que en el Cielo haya corridas de toros ni matadores con traje de luces, pues mi abuela decía siempre: “¡yo, cuando me muera, quiero ir al infierno, que es donde van las artistas y los toreros!”)
Así que aquel día me quedé, allí en el enorme zaguán de la puerta grande de la Maestranza, sin ver por dentro el mítico ruedo sevillano, pues a mí el toreo, ni me importa ni me estorba. Y me acordé, fíjense lo que son las cosas, de cuando a Juan Ramón Jiménez le negaron la entrada “al Vergel”, literario por supuesto, de “la capital”, por la manía de ir siempre acompañado de su burro señorito, y él dijo al pelo aquella enjundiosa frase para la historia de los libros andaluces: “Si Platero no puede entrar por ser burro, yo, por ser hombre, no quiero entrar.”
De modo que, de igual forma, me marché pensando que “si por estar metido en faena el matador de Camas, no me dejaban contemplar un momento la arquitectura interna del coso taurino, yo, por no ser testigo un solo instante de la sangrienta escena de un hombre pinchando a un animal hasta la muerte, no quiero verla”. Así que nos fuimos Guadalquivir arriba viendo los barcos turísticos pasar bajo el Puente de la Barqueta y del Alamillo. Pues, decididamente, de las cosas que no soy, por ética y por respeto a las leyes universales y no escritas, como la de no causar el mal gratuitamente a nadie ni a nada, y mucho menos hacerlo por diversión, no soy del “gusto” por el maltrato a los animales como espectáculo público. Pero también, en aras del respeto a la disparidad de opiniones de las personas, tampoco yo no soy antitaurino. Pues en este divertimento “nacional” con los cornúpetas, ya sea lidiados, alanceados o embolados, lo que queda más ajeno a la práctica del bien, no es tanto el causar dolor, pánico o tortura a un animal cualquiera (perro, toro, cabra o ave que vuela), sino el hecho de tomar esas acciones, un punto morbosas si cabe, como objeto de disfrute por parte del ser humano.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 10/10/2015 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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