Mari con nuestra nieta Paula, tres años antes de dejarnos para siempre |
Estoy recordando la Navidad de 1980, en París. Mari y yo teníamos entonces veintipocos y mucha vida por andar juntos y mucha felicidad que compartir, mucha ilusión en el futuro y mucha convivencia que construir entre los dos, hasta que el destino, injusto, ¡para que baje Dios y lo vea!, se interpusiera treinta años después entre nosotros. Nos habíamos casado en el Convento una tarde de sábado, con el templo que ya no cabía un alma entre familiares y amigos, y ofició la sencilla ceremonia Don José Lafuente, un cura con aspecto de obrero, que al parecer había trabajado de impresor antes de irse a los latines y, por accidente, se había guillotinado el hombre las puntas de los dedos de una mano, de modo que se le podían ver los cuatro dedos parejos cuando agarraba el copón en la misa.
A la mañana siguiente nos subimos al renault cinco y, disfrutando de un apasionante viaje como jamás lo habíamos hecho, nos plantamos al tercer día en la “Plaza de Natión”, en pleno casco monumental de la capital de Francia. Era la víspera de Nochebuena, la mejor y más imborrable en nuestra memoria (unas diapositivas guardadas en algún rinconcito de los cajones, dan testimonio de que brindamos aquella noche con champán francés o con cava comprado antes de atravesar la frontera o con lo que fuese, pero en las que se nota que solo importaba la alegría de poseer un caudal de juventud y la emoción de sentir nuestros corazones unidos aquella noche bajo las misteriosas luces de Navidad de París.
En todos los monumentos, en el decorado de los lujosos escaparates, sobre las amplias avenidas y en los árboles de los parques, se advertía la iluminación festiva. Recorríamos a pie las calles, ávidos por conocer los senderos de la libertad. Nos impresionó el lujo de algunas estaciones del metro, que parecían galerías de un museo subterráneo; nos chocó el que algunos trenes del suburbano llevaran ruedas de goma, para amortiguar la vibración por lo visto (no como ocurría en la Puerta del Sol de Madrid, que en la quietud de ciertas horas de la noche, se percibía en el exterior el es estruendo del rodar de los convoyes por las líneas más próximas a la superficie). Nos enfrentamos a esa enormidad de hierro que es la Torre Eiffel una mañana gris que llovía con avaricia, como si no hubiese llovido nunca, pero no nos importaba porque derrochábamos tanta vitalidad y el mundo era tan nuevo para nosotros, que todo parecía como si la Gloria divina se hubiese instalado en derredor nuestro. Recorrimos los Campos Elíseos y llegamos hasta el Arco del Triunfo, imponente, en mitad de la vasta plaza de la “Estrella”, donde confluyen en simetría axial doce avenidas perfectamente adoquinadas. Paseamos por las orillas del Sena, con sus puentes monumentales y sus típicos “barcos mosca”, y llegamos a Notre Dame, la iglesia más famosa de Francia, con su aguja gótica casi arañando el cielo. Era tal la magia del momento, que sentíamos la seguridad de que, pasara lo que pasara en nuestras vidas, siempre nos habría de quedar París.
En Cieza, sobre el Paseo, la Esquina del Convento y la Plaza de España, habían colgado unas cuantas rastras de bombillas pintadas de colores; eran de esas gordas que la gente llamaba “peras”, roscadas en sus portalámparas aéreos, las cuales algunas se fundían y quedaban los huecos apagados en la noche enjoyada. Pero aún así, era el mejor signo de que el Niño, año tras año, volvía a nacer en nuestro pueblo. Además eran los tiempos prometedores en que ya no se hacía necesario regresar a casa antes de las doce de la noche, como había venido ocurriendo hasta cinco años atrás, que la guardia civil patrullaba por las esquinas de una ciudad encerrada en sus casas y mandaba acostarse a los noctámbulos con cierto paternalismo. (“¿Dónde se va?” “No, mirusté, que esque me s’ha hecho un poco tarde en casa de la novia...” “¡Pos venga, a dormir! ¡Y ligerico!”)
Años antes, en Nochebuena se hallaba todo cerrado y sólo se salía de casa para oír misa de gallo en las iglesias, engalanadas con belenes como dios manda. Pero a finales de la década de los setenta, la juventud ya podía descubrir la madrugada con entusiasmo, y las rondallas de guitarra y pandereta, los coros de villancicos y la alegría de sentir la noche iluminada de colores, habían sacado a las calles el bullicio alegre de la Navidad.
En París, recuerdo, una lluvia amable humedecía la luz de las farolas, las parejas paseaban anudadas por las aceras, resolviendo a cada paso el misterio de la vida; y Mari y yo creíamos con toda seguridad que lo nuestro era eterno; tan seguros estábamos, como aquellos parisinos de 1968, cuando proclamaban que “bajo los adoquines de París se hallaba la playa”
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 27/12/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Es bonito escribir sobre nuestros recuerdos, pero más bonito es vivir y escribir nuestro presente, siempre con la huella de nuestro pasado. Vive tu presente con intensidad y mantén siempre la llama de todo lo que te pertenece, tu hoy y tu ayer, pero sobre todo tu ayer déjalo en un buen rinconcito de tu corazón para que pueda florecer lo que hoy si es tu verdadera luz "tu presente".
ResponderEliminarSaludos y mira siempre hacia delante, sabiendo que lo que hiciste atrás fue una verdadera obra a la vida.
Muchas gracias por su amable comentario. Un saludo.
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