Puente sobre la Rambla del Tomaso, por donde pasaba la carretera general. |
Así que de la Gran Vía para allá, hacia «los Salesianos», que decía la gente (el Instituto lo habían empezaron a construir los curas e iba a ser un colegio religioso de «artes y oficios»), no se conocía otra pavimentación en la calzada que el suelo de tierra, que con los temporales de lluvia en invierno se convertía a veces en un incómodo barrizal. También, muchas de las manzanas de aquel barrio estaban todavía incompletas y existían grandes solares en los que sesteaban los ganados de cabras o había, incluso, carreras de hiladores, donde los hombres se pasaban el día caminado hacia atrás, hilando el esparto o corchando las cuerdas con la gavia y el ferrete.
Pero entonces, bien es verdad que no había muchos vehículos (en 1968, en el Instituto, fíjense que de todos los profesores que había, solo el director tenía coche, mientras que Don Antonio Salas, que aún llevaba sotana, y Don Isidoro Ruiz, iban montados en una Vespa). De modo que lo que más transitaba por las calles eran los carros, los cabreros (muchos de ellos tenían los corrales en pleno casco urbano y vendían la leche a los parroquianos recién ordeñada) o los simples huertanos que iban o venían de las tierras con su bestia, como Manuel de Ollas, que era abuelo de la que luego sería y fue mi mujer, que le recuerdo más de una vez a su paso por Calderón de la Barca, frente a la casa de mi abuela Josefica del Madroñal, donde yo me hallaba mientras estudiaba primero de bachillerato; el hombre, con su blusa y su gorra negras, iba plácidamente montado en la burrica, aparejada con el serón de pleita para transportar los apechusques, y, bastantes metros más atrás, con paso cansino por mitad de la calle, le seguía su cabra lechera, con unas ubres que casi le llegaban al suelo.
Por entonces, cosa chocante, muchas de las casas del pueblo tenían un pasillo de cemento con círculos grabados, hechos con un bote en su día por el albañil, que iba desde la puerta de la calle hasta la puerta del corral, cuya utilidad no era otra que facilitar la entrada y salida de las burras sin resbalar en el enlosado. Pues era bastante normal, que la gente tuviese animales en las casas: conejos, gallinas, alguna cabrica lechera o algún cerdo para hacer la matanza. Manuel de Ollas poseía unas taullicas en la huerta, que trabajaba con esmero, y, cuando a la tarde regresaba con su bestia cargada y su cabra de tetas plenas, quitaba el serón en la puerta de la casa, en la calle Pérez Cervera y, para dar gusto a sus nietos de corta edad los subía con parsimonia sobre la albarda de esparto y les daba un emocionado paseo de no mucha distancia con la burra, que ellos, aun rozándose las piernecitas desnudas con las asperezas del aparejo, agradecían siempre con su risa infantil.
Luego, ni que decirse tiene, pasaron los años. Pues la vida no es más que un abrir y cerrar de ojos.
Y fue más adelante, cuando a primeros de enero nos había dicho en clase Don Antonio Salas: «...En esta década que se inicia de los setenta, la mayoría de vosotros habréis de tomar vuestros caminos en la vida». Y qué verdad que fue... Aunque coincidirían los tiempos «yeyés» con nuestra espigada adolescencia y primera juventud, y ocurriría que los cambios sociales marcharían por delante del arreglo de las calles de Cieza, las cuales se mantenían embarrizadas camino del Instituto. El primer semáforo del pueblo lo colocaron en la Gran Vía, entre la esquina, ahora del Peláez, y la esquina donde estaba la tienda del Sordo, ni más ni menos para que pudiéramos cruzar los estudiantes con nuestros libros en la mano: ellas con sus minifaldas imposibles y ellos con sus pantalones de campana. (Más abajo, la Avenida de Italia, frente a la gasolinera de los Galindos, era entonces un completo erial de tierra con la iglesia de San Juan Bosco al fondo.)
Mas una vez, cruzado dicho paso peatonal y continuando por la acera, en dirección al Instituto, tropezábamos con aquel montón de hierros tirados en el suelo, en la puerta del taller de Pedro Antonio, en cuyo interior se oían estridentes las sierras circulares echando chispas de fuego, o se veían los relámpagos como flahses de las soldaduras eléctricas.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 01/11/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
No hay comentarios:
Publicar un comentario