Simpática estampa de dos perrillos |
El ínclito Don Manuel Azaña dijo para la historia aquello de “¡Todas las iglesias de Madrid no valen la vida de un solo republicano!” ¡Ahí es nada!, teniendo en cuenta que con aquella grandilocuente memez estaba justificando las acciones delictivas de los “quemaiglesias” del treinta y seis; como si en aquellos trágicos momentos hubiera existido la acuciante necesidad de elegir entre la piromanía anticlerical y la vida de un correligionario suyo (no se refería a “un ciudadano”, sino a un partidario del régimen). Ahora, parafraseando aquella estulticia, alguien podría pensar: ¿acaso valen todos los perros de Madrid la vida de una sola persona...?
Pero no se trata de eso. Afortunadamente no es cuestión de cepillarse a un número indeterminado de canes para salvar la vida de nadie. Ya saben ustedes por donde voy. Mas hay que tener en cuenta dónde nos encontramos y de dónde partimos, y ser conscientes de la situación real que estamos viviendo. Pues un enemigo invisible e insidioso puede amenazar nuestro estado de bienestar y nuestra seguridad de vida y salud. Pensábamos que África quedaba más lejos, pero no es así, pues hay epidemias para las que ningún país del mundo ni ningún sistema sanitario está preparado. Desde luego que la calma es importante, pero la cordura también hace falta. Y si un virus para el que por ahora no existe remedio ni vacuna empieza a propagarse en la población de una ciudad como Madrid, ya me contarán. De modo que todas las precauciones son pocas. Me da igual que hubiesen encerrado al perro bajo siete llaves o que lo sacrificaran como medida más segura (a mí me mordió uno, y no les digo dónde, y el veterinario lo tuvo vigilado en cuarentena por el tiempo necesario).
Qué quieren que les diga, estoy radicalmente en contra de hacer sufrir a los animales, y, sobre todo, cuando el maltrato y la tortura se realizan para divertimento humano. Eso debería ser incompresible en una sociedad avanzada como la nuestra, pero ya ven que, invocando tradiciones, folclores y “culturas”, se sigue causando el daño y la muerte a ciertos animales nada más que por diversión. Y no retrocedo a décadas atrás, cuando los caballos de los picadores, sin petos que les protegiesen, eran despanzurrados en los ruedos con la aquiescencia del público.
Sin embargo, otra cosa muy distinta es sacrificar un animal para provecho o por el bien humano. Recuerdo ahora cuando mi madre tenía que matar el pavo en víspera de Navidad. Para la pobre era una tragedia, pero debía hacerlo. Niños nosotros, andábamos llorosos con los preparativos, pues le habíamos cogido querencia al animalico, que lo habíamos criado desde pequeño y se había hecho un señor pavo, siempre inflado y haciendo la rueda, con un moco de a palmo. Recuerdo que mi madre, nerviosa y con el alma en vilo, envolvía al animal mediante un saco de arpillera y lo ponía sobre una silla, sacándole la cabeza hacia el respaldo, como al reo que arrimaran a la guillotina. Antes, creo, había rezado un credo y dos avemarías, arrepentida de antemano de la acción que iba a cometer. Después sacaba su navaja de cachas de madera, que llevaba en el bolsillo del delantal, la amolaba un poco con la piedra amoladera para que tuviese buen filo, se santiguaba varias veces y, encomendándose con fe a las Ánimas benditas, le asestaba un tajo mortal en la cabeza al pavo. ¡Hala!
Pero un pavo no es un perro, dirán ustedes. No señor, un perro es el mejor amigo del hombre, se tiene dicho. A un perro se le toma mucho cariño y él lo da a la persona (a mí, aquel pastor alemán no me dio ninguno, pero yo le “perdoné”, si es válido emplear ese término, porque entré en su territorio ignorante de su instinto fiero, mientras la dueña me aseguraba que no “hacía nada”). A un perro, hoy en día, se le da incluso estatus familiar en muchas casas; es, dicen, como si fuera uno más de la familia. Por tanto, un perro no se puede comparar con otro animal, es verdad. Mi abuelo, según cuenta mi padre, se vio una vez ante la tesitura de tener que sacrificar su perro, un mastín hermosísimo, por decisión del veterinario. De modo que avisó a un vecino, pues él se sentía incapaz. Llevó al animal hasta una higuera pajarera y, hablándole de otra cosa, lo ató junto al tronco para que el otro le descerrajase un tiro en la cabeza. En tanto, y tras oír el disparo, mi abuela rompió a llorar, arrebujada en un rincón de la cocina, abrazando a sus hijos.
Miren, el maldito ébola, que creíamos alejado y relegado solo a esos países africanos donde la gente malvive, sufre y muere de miseria y enfermedades, ha llegado accidentalmente a España. Allí la epidemia ha arrasado ya a no se sabe cuántas miles de personas. ¡Personas!: mujeres, hombres y niños. Y un perro es un perro.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 19/10/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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