Castillo de Santa Bárbara, Alicante |
Cuando echamos la vista atrás, muy atrás, a los griegos de la Grecia antigua, por ejemplo, a los egipcios de los faraones o a los romanos del imperio, pensamos que eran culturas muy asentadas y duraderas en el tiempo. ¡Mil años duró la Escuela de Atenas, fundada por Platón! (¿conocen el cuadro de Rafael?) ¡Tres mil años las dinastías faraónicas en el país del Nilo, sin que a penas nada cambiase...! La Edad Media fue larga y llena de oscuridad e ignorancia, donde las guerras, las enfermedades y las disputas por los territorios no afectaban mucho al progreso ni al modo de vida de la población, salvo para diezmarla y mantenerla en permanente oscurantismo social y religioso; se creía a pies juntillas que este era un valle de lágrimas y que el Cielo estaba al alcance de los que más dinero y poder poseían. En la Edad Media, fíjense bien lo que les digo, un fraile instruido de un monasterio no podía saber muchas más cosas que otro fraile ilustrado de otro monasterio que hubiese vivido 300 o 400 años antes. Es más, si hubiera sido posible un viaje en el tiempo, ambos frailes no habrían tenido problema alguno para intercambiarse y pasar de una a otra centuria con sus conocimientos personales, ya que todo cambiaba muy poco.
Les cuento esto porque da la impresión, así a grandes rasgos, que las gentes de otras épocas y otras culturas aprendían el conocimiento de sus ascendientes y lo trasmitían, casi intacto, a las generaciones posteriores. Y eso era válido, servía a una persona para desenvolverse toda una vida. Pero no hay que irse tan lejos: Aquí mismo hubo un tiempo, el de nuestros antepasados cercanos (pongamos por caso antes de la Guerra Civil), en que los hijos pensaban lo mismo que los padres y casi nada cambiaba. En esa época el saber encerrado en las enciclopedias era válido y suficiente para ilustrar varias generaciones. Sin embargo, ya nada es igual. La vida se está renovando con demasiada rapidez. Mi “Gran Enciclopedia del Mundo”, que me vendiera Javier Fernández Álvarez-Castellanos, el hombre más amable y buena persona que yo haya conocido jamás, ya no me sirve, sus treinta y tantos tomos están ahí de adorno en el mueble del comedor, pues es un atraso levantarme del sillón del ordenador y empezar a buscar entradas en esos libracos, en la práctica obsoletos; y no lo hago porque tengo a punta de ratón la información en internet mucho más actualizada.
Miren, mi tatarabuelo Joaquín, fundador de la dinastía del Madroñal, sabía hacer esparteñas; mi bisabuelo Gillermo aprendió esta habilidad de su padre y un día la trasmitió a mi abuelo Joaquín del Madroñal, quien las confeccionaba con gran maestría; mi abuelo, como es natural, otro día enseñó a mi padre a hacer también esparteñas, el cual las ha realizado siempre perfectas, bien para calzarlas en los trabajos agrícolas, bien para regalarlas (una vez hizo un par de esparteñicas tan diminutas que cabía en una cajita de mixtos de aquellas de la Fosforera Española. Mas mi padre, viendo ya el correr de los tiempos, no se preocupó de enseñarme a mí a hacer esparteñas, ni yo de aprender a ello, ¿para qué? Obviamente, aquella habilidad manual vendría a quedar obsoleta en su finalidad práctica, pues nadie utiliza ya este rudimentario calzado, salvo en actos folclóricos.
De otra parte, mi abuelo-primo José María de Lázaro, solterón y guarda mayor del general Francisco Marín (un preboste de Cieza), sabía más que las cucalas: vestía traje completo de pana en toda época del año y, además de las cuatro reglas, conocía la “partida doble”, ¡el acabose de las cuentas según la gente! Y eso le valió para toda su vida.
Yo en cambio aprendí con Ortuño a reparar los televisores, uno de los oficios más difíciles del mundo, pero en cuatro días cambió la electrónica y éstos ya no se reparan. Me fui entonces a la universidad a estudiar dos carreras, donde aprendí, no sólo la “partida doble”, sino el Plan General de Contabilidad completo (mi profesor de Empresariales era inspector de Hacienda y conocía los recovecos contables como para levantar en peso a cualquier empresa fraudulenta). Más en pocos años todo cambió, y una contabilidad la realiza ahora cualquiera en el ordenador con programas adecuados.
El otro día fui a ponerle vidrios nuevos a las gafas, pues en mi trabajo me dejo la vista en las aplicaciones informáticas, renovadas día a día porque los programas de ayer se quedan anticuados hoy, y me dijeron en la óptica que he de cambiar también la montura, por lo de la “obsolescencia programada”. Así que pienso: no sé hacer esparteñas, perdí el oficio de reparar televisores, de nada me sirve conocer la “partida doble” y encima llevo un móvil de los que sólo sirven para hablar.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 11/10/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Antes se podía planificar el futuro, hacer planes. Ahora las cosas y las ideas se quedan obsoletas en dos días. No se puede planificar el futuro ni hacer planes... ¡¡Buen artículo!!
ResponderEliminarMe preocupa principalmente la obsolescencia que ataca como una plaga las áreas del conocimiento y la formación personal de los individuos.
EliminarGracias amigo Conrado por el comemtario. Un saludo.