Varicas de San José en la aridez rocosa de la Sierra de Ascoy (Cieza) |
Qué duda cabe que el clima y el paisaje influyen decisivamente en el carácter de las personas. La gente, por lo general, se comporta de acuerdo con el entorno que le rodea, ya se refiera al modo social, ya al medio natural. Pues a los seres humanos se nos mete en el alma todo lo que nos entra por los sentidos; de manera que ahí se nos queda incrustada la majestad de las montañas, la aridez de los desiertos o lo espacioso del mar. Cuando alguien nace y vive en un sitio determinado del mundo, es como si el tiempo le fuera forjando otro paisaje interior en el corazón, al cual se halla realmente adscrito. Por eso, al final, uno se siente de su pueblo y de su tierra, más que por filiación civil, por pertenencia emocional a todo lo que ha visto, amado, sentido y respirado a lo largo de su vida.
Pienso en mi amigo Antonio, cuando habla de otro tiempo y entorna los ojos, como si mirase el pasado de su niñez en los Casones a través de un agujerico; cuando cuenta que su padre lo sacaba de las borias del sueño a las tres de la mañana, para dirigirse andando por los caminos de la noche, él con sus pantalocicos cortos y sus sandalias pobres, a arrancar esparto a las lomas de a la Casa de las Monjas, cerca de la Sierra de Benís. De modo que alguien, qué duda cabe, será de otra manera porque, aparte del genotipo heredado en la semilla de la sangre, ha llenado sus retinas de otros paisajes más amables, ha colmado sus oídos con músicas más dulces y ha sentido en la extensión de su piel sensaciones más cálidas que la del mordisco del frío en las madrugadas de enero. Quizá por eso Antonio se muestra duro ante la adversidad y el trabajo, es de actitud noble en el compromiso de la amistad y conserva un ademán tierno frente al prójimo necesitado (¡gracias, buen vecino, porque mi madre más de una vez necesitó ayuda y tú estuviste allí para socorrerla!) Pero sobre todo, Antonio conserva la marca indeleble de la humildad en los recuerdos de su infancia, cuando tenía que ganarse el pan repartiendo agua con un burro a las familias que malvivían en las cuevas, ya que por aquel entonces los Casones de Cieza eran todavía el reino de la más absoluta pobreza.
Sin embargo, y en general, ¿qué es lo que determina a los ciezanos el ser tal como somos y el sentirnos de corazón de este pueblo? ¿Quizá la altivez protectora del Pico de la Atalaya, que se eleva como un hito visible en el paisaje desde casi todas las calles del pueblo...?; ¿el fabuloso entorno de vida que deja el río Segura entre álamos y cañaverales cuando surca los parajes de la Torre, el Ginete, Perdiguera, la Hoya, el Fatego o el Argaz..?; ¿la visión árida y permanente de la Sierra de Ascoy, la cual resiste a todos los estíos, monda como una calavera de piedra, desde los tiempos del arte rupestre del Barranco de los Grajos...?; ¿o es el sello de un pasado medio romano y medio árabe de este pueblo, que un día no lejano se jugó la partida del florecimiento industrial del esparto, cuyas huellas eclipsadas van quedando solo en los textos de los libros, en las fotos en blanco y negro y en la memoria de los viejos...?
Desde luego, por geografía, Cieza no es llana ni montañosa ni castellana ni ricoteña, pero sí que posee un fértil valle de huertas tradicionales y arboledas, con acequias que propagan la hermosura del agua entre bancales de riego de portillo cultivados a maravilla.
En cuanto al clima, este pueblo no llega a sufrir los rigores manchegos ni goza de la calidez de zonas más levantinas, sin embargo tenemos aquí inviernos crudos, cuyo frío húmedo es capaz de meterse como un gusano en el tuétano de los huesos, y veranos con un sol que achicharra en las siestas, tan calurosas que podrían asfixiarse los pájaros.
Mientas que por su idiosincrasia, Cieza ha sido siempre un pueblo de obreros, bares y señoritos. Aunque con la homogeneización de la sociedad a partir de los años sesenta y la caída del casino del pueblo, solo van quedando los bares, cuya clientela a todas horas se pirra por la cerveza.
Ya sé que todo es muy esquemático y quizá un poco tópico, pero un paisaje, una climatología, unas experiencias y una manera heredada de entender la vida es lo que hace a unas gentes ser de una forma determinada, sentirse propias de un lugar y actuar de cierto modo.
Por lo demás, creo que este tiempo impío de sol y sequía y esta calor interminable de noches soporíferas que nos estraga el alma verano tras verano, seguramente que forjarán en nosotros un carácter de resistencia, una admiración casi árabe por el aprovechamiento del agua y una manera especial de disfrutar la vida al aire libre
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/09/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
No hay comentarios:
Publicar un comentario