Acantilados en Ribadesella (Asturias) |
Cuando se es niño, la mente funciona como una esponja, como un poderoso receptor de información que todo lo capta, lo absorbe y lo asimila. Cuando se es niño y capaz de aprender cualquier cosa, buena o mala, es cuando mejor funcionan las enseñanzas y las necesarias trasmisiones del saber para que una sociedad y una cultura sean duraderas y avanzadas con el paso de las generaciones.
Ahora casi todo se encuentra en internet, al alcance de un poderoso buscador y del toque de la tecla “intro”, pero los mejores tesoros del conocimiento humano se hallan sin duda entre las páginas de los libros. Tenemos por seguro que mucha sabiduría radica en el verbo de profesores, enseñantes y divulgadores, sin embargo gran parte de lo que nos hace personas se puede obtener escuchando a la gente humilde de la calle.
Recuerden también que hace no muchos años aún existían las tinieblas del analfabetismo en nuestro país. Un alto porcentaje de la población, en mayor medida mujeres, era analfabeto. Se trataba de una lacra social ligada a factores de injusticia económica, a políticas poco favorables con el desarrollo personal, a leyes contrarias a la igualdad de oportunidades, a la resignación y aceptación de la diferencia de clases y a una ancestral discriminación de la mujer.
Entre mis ascendientes había cinco mujeres analfabetas: mis dos abuelas y tres de mis tía-abuelas, mientras que los hombres (mis abuelos y tío-abuelos) sí que habían aprendido a leer, medio escribir y algo de cuentas “para su gasto”. Pues se pensaba que la mujer, en su papel asignado de esposa y madre, con saber llevar para adelante las tareas domésticas: limpiar, lavar, fregar, hacer la comida, cuidar del averío, zurcir y remendar, iba bien servida. Así que mis pobres abuelas, que eran más listas que el hambre, no sabían ni siquiera poner su nombre en un papel y tenían que firmar con el dedo cuando iban todos los meses a la calle San Sebastián a cobrar la triste paguica de la jubilación.
Pero en aquel ambiente atrasado a nuestro parecer (pongamos por caso un entorno rural en los años sesenta, sin radio, televisión ni teléfono), había grandes espacios de silencio. La casa misma, cuando se cerraba la puerta de la calle por la noche, era un templo de silencio; solo la palabra, el borbolloneo de la olla en la lumbre, el crepitar de los leños ardiendo o el viento ululando en el cañón de la chimenea, eran capaces de desbaratar el telo espeso del silencio. Entonces era el momento idóneo para la transmisión oral del conocimiento. De alguna manera había que llenar los espacios vacíos que dejaba la vida, exenta por aquel entonces del ruido mediático o la presencia de los electrodomésticos. Era, pues, el tiempo de los cuentos, de los chascarrillos y adivinanzas, de las referencias al pasado y de las historias y leyendas venidas de atrás de boca en boca.
Entonces se amalgamaban los sucesos con la ignorancia y los relatos verídicos adquirían un aire de misterio y fantasía. Mi abuela contaba que en su niñez, superviviente de mortandades infantiles (su madre había perdido cuatro hijas del temido garrotillo), conoció por lo visto un eclipse total de sol, y la pobre no hallaba imagen más rotunda para describir aquella “inexplicable” oscuridad que se había echado sobre las casas del Ginete, que la de las gallinas huyendo hacia los corrales. Ella relataba: “¡a medio día se hizo de noche y hasta las gallinas se recogieron en su gallinero!” Mi abuela no sabía el mecanismo planetario de los eclipses solares. No lo supo nunca; y cuando ya los niños que éramos entonces empezábamos a aprender la ciencia de los doctores y hasta podíamos recitar de memoria las leyes de Kepler, ella no pasó a creer jamás la llegada del hombre a la Luna, pues por ignorar, desconocía la razón misma del día y la noche.
No obstante toda la transmisión oral era buena, pues nos descifraba un mundo anterior contado por los viejos, donde cabía el misterio, la poesía y hasta los cimientos verdaderos de la ficción. Aquellas personas, narrando sus avatares y experiencias de viva voz, a la luz de un candil de aceite, parecían poseer un pasado de novela. Hoy en día, los niños y los no tan niños se centran más en las pantallitas de los móviles, donde desaprenden a escribir practicando una comunicación tarada. Actualmente nos encerramos frente a los ordenadores, desaprovechando muchas veces los momentos en que un anciano nos intenta explicar su visión del mundo. Se pierde la transmisión oral entre generaciones, pues creemos que ya lo sabemos todo o que cualquier duda será resuelta de forma inmediata a punta de Google.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 13/09/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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