Uno de los ralencos perdidos en la Sierra de Ascoy |
Érase una vez, en un lejano país, un humilde trabajador llamado Fabio, quien tras muchos esfuerzos y privaciones, llegó a poseer algo de tierra propia, aunque no mucha más que la precisa para revolcarse una burra, como le decían guaseándose los vecinos del lugar. Se trataba, pues, de un ínfimo ralenco que él mismo había roturado a golpes de azadón, ya que por aquel tiempo no estaban deslindados aún los montes y se permitía a cualquiera sacar tierra de cultivo en terreno abrupto. (Ejemplo de esto son los múltiples bancalitos perdidos que se pueden ver en la Sierra de Ascoy con restos de árboles que una vez dieron fruto).
Nuestro hombre, lleno de ilusión entonces, plantó una humilde higuera y esperó a que creciese y diera higos. Primero, con un pico tuvo que realizar el hoyo en el duro y pedregoso suelo, después trajo varios capazos de tierra virgen, que mezcló con estiércol, y, una vez enterrado el arbolillo, transportó agua desde un aljibe y lo regó abundantemente para que echara raíces.
Durante tres años estuvo Fabio cuidando la higuera: tres inviernos protegiéndola de los fríos inmisericordes, tres primaveras limpiándola de malas hierbas, tres veranos regándola con un cántaro de barro que se cargaba a las costillas amarrado a una soga de esparto verde, y tres otoños podándola y guiando sus ramas en la buena dirección.
Mas al tercer año, la joven higuera estaba tan crecida que sus copas sobrepasaban a cualquier hombre de buena estatura. Entonces dio su primera cosecha: seis brevas; ni una más, ni una menos. Por lo que Fabio, lleno de contento, estuvo protegiendo el árbol para que no se acercaran a él los insectos ni los pájaros picabrevas, ni los genares pillahigos. Y todos los días comprobaba satisfecho el desarrollo de los frutos como si fuera un milagro de la tierra callada.
Cuando tuvo la seguridad de que estaban maduras las seis brevas, madrugó al día siguiente, las cortó con extremo cuidado, las colocó en una bandeja de filigrana de esparto que él mismo había confeccionado con sus manos y, con la fresca, se dirigió andando al palacio real, que no quedaba lejos de allí. (Sepan ustedes que en los cuentos siempre cabe la posibilidad de que haya un palacio real a mano).
Llegado a la puerta, el hombre declaró la razón de su presencia al oficial de la guardia, quien seguidamente la comunicó al secretario del monarca y éste al mismísimo rey, que estaba placidamente en sus aposentos jugando al ajedrez.
Al poco rato, uno de los sirvientes condujo al pobre de Fabio hasta el salón del trono, donde el monarca recibía a sus invitados de honor y, en ciertas ocasiones, llegaba incluso a impartir justicia, de la manera que hizo Sancho Panza durante el gobierno fraudulento de la ínsula Barataria.
Pero cuentan que tanto agradó al monarca el singular obsequio de aquel pobre agricultor, que como signo de gratitud real, le regaló seis doblones de oro (el doblón, durante varios siglos, fue la moneda más importante del mundo).
Cuando Fabio regresó a su aldea, la singular noticia corrió de boca en boca como un reguero pólvora. Lo cual produjo admiración a unos y levantó cierta envidia en otros.
Por lo que un vecino llamado Unclo, con mucha más tierra e higueras que Fabio, hizo un cálculo por la regla de tres de la riqueza que podría conseguir con toda sus cosecha de brevas. De modo que al día siguiente aparejó su burro con el serón, en el cual fue metiendo brevas de sus higueras hasta colmarlo; se sentó encima y arreó el pollino en dirección al palacio real.
A las puertas del suntuoso edificio, Unclo exigía entrar con la pretensión de recibir el mismo trato que su vecino, aunque multiplicado por el gran número de frutos que acarreaba en su jumento.
El oficial nuevamente dio cuenta al secretario del rey y éste a su señor. El monarca, que no podía dar crédito a la osadía del aquel hombre, ordenó sin embargo que le dejaran pasar con la bestia de carga al patio interior. Pero en lugar de recibirlo en su despacho de audiencias, dispuso que lo colocaran de cara a la pared y, con los pantalones bajados hasta las corvas, le fueran arrojando al trasero, una a una, todas las brevas maduras que llevaba en el serón de pleita.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 14/09/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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