Alcalá del Júcar, con su puente medival y su castillo coronando el cerro |
Ustedes saben que me encantan los pueblos pequeños, pues cuando uno pasea por sus callejas, se sienta a escuchar la paz en sus plazuelas o habla con la gente espaciosa del lugar, percibe de lleno ese sabor agradable y auténtico que tenía la vida antes de inventarse la prisa.
Si quieren perderse cualquier domingo por un lugar agradable y mágico sin necesidad de alejarse demasiado de Cieza, pueden visitar las hoces del río Júcar, ahí mismo, en la provincia de Albacete. (Tengan en cuenta que ésta es una de las provincias más diversas de España, con ochenta y pico municipios; la de Murcia cuenta con 45, aunque en los mapas antiguos, antes del invento de las autonomías para dar cabida a las aspiraciones políticas de Cataluña y el País Vasco mediante la fórmula del “café para todos”, Albacete pertenecía a la región de Murcia, cosa que no caía muy bien a los manchegos, que nos llamaban “barrigas verdes”).
Si lo hacen, no dejen de ir por Alcalá del Júcar: uno de los lugares más impresionantes de la zona. No tiene pérdida: rodeando la ciudad de Albacete por la autovía, encontrarán la salida en dirección a Casas Ibáñez, luego en la circunvalación de este pueblo de la llanura manchega, verán el desvío hacia Alcalá del Júcar. Por esta carreterilla, entre viñedos y sementeras, se llega a la pedanía de Las Eras. Allí cambia todo. El concepto de llanura, tierra y cielo, que tenemos de La Mancha queda atrás, pues de pronto el terreno se torna abrupto y aparece ante nuestros ojos el paisaje más espectacular que podamos imaginarnos en plena meseta: nos topamos de lleno con el profundo y sinuoso valle por donde discurre el río Júcar camino de tierras valencianas.
Entonces la carretera se vuelve curvosa y comienza a trazar bucles para descender hasta un paraíso de árboles caducifolios con el dibujo de pequeñas huertas bien cuidadas. Y en seguida vemos el pueblo, el cual, orientado al mediodía, se asemeja un gran panal de casas adheridas a la ladera empinada del valle, con su iglesia de torre orgullosa y una cúpula de tejas verdes y brillantes bajo el sol. (Dicen que por los años noventa, Alcalá del Júcar se llevó un premio internacional por su iluminación artística, quedando únicamente detrás de la Torre Eiffel y de la gran mezquita de Estambul).
Pronto nos damos cuenta de que una parte nueva del casco urbano se ha bajado al fondo del valle (malo para las riadas, que según me explica un lugareño pueden ser devastadoras). Y también nos damos cuenta de que está todo plagado de visitantes y turistas, que han llegado en autobuses o en vehículos particulares e invaden los lugares sacando fotos con sus móviles o sus tabletas. Pero también es verdad que nos cautiva el entorno: la antigua presa, cuyo remanso permite disfrutar de una bonita playa fluvial, el gran canal que alimenta una central hidroeléctrica y que es surcado a placer por los ánades reales, los senderos que se adentran en la fronda de un espeso bosque de laureles, cáquiles y plantas trepadoras, o los puentes que comunican ambas orillas del río, como el medieval, de piedra, que servía de aduana para el tránsito del comercio entre Castilla y las tierras del Levante. (Cuentan los de allí, algo mosqueados, que los valencianos decidieron la construcción del pantano de Alarcón, en la provincia de Cuenca, allá por los años cincuenta, con el fin de regular las aguas del Júcar para sus regadíos y lo siguen haciendo, ¡manda narices!)
Luego hay que subir las callejuelas del casco histórico, por las que no puede trepar ningún vehículo, de tan estrechas y empinadas que son, hasta el castillo, restaurado y digno de visitar, que en tiempos perteneció al marquesado de Villena. Pero lo más misterioso es que el pueblo viejo, no sólo está literalmente “pegado” a la ladera rocosa, sino que la mayoría de sus casas esconden grutas hechas a pico en la caliza dolomítica. Algunas de estas cuevas, de más de cien metros de profundidad, atraviesan el montículo y se asoman al precipicio por la parte de atrás. Entre ellas están las del “Diablo”, un tipo avispado con bigotes a lo Dalí y muchas tablas en los platós de televisión, que las ha ensanchado y convertido en atracción turística con aperos de labranza y mil cachivaches viejos.
A la vuelta, les recomiendo irse despacio río arriba y detenerse en La Recueja, una bonita villa de trescientos y pocos habitantes que se mira en las aguas del río Júcar. Recuerdo una vez que allí, con el sol trasponiéndose entre un marasmo de paz, pregunté a un viejo que observaba la evolución de una familia de patos bajo el puente de madera, que cómo se llamaban los de La Recueja, “¿recuejeños?, ¿recuejanos...?” Y el hombre, que no lo sabía ni le importaba, sencillamente me dijo que ellos eran “los del pueblo”.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 21/09/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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