El que otrora fuera patio de armas del castillo moruno de Cieza |
Dicen que cada uno cuenta la feria según le va. ¿Cómo les ha ido a ustedes? ¿La han encontrao agradable, divertida, provechosa, alegre, interesante...? ¿Han disfrutao con los actos programaos?, ¿las verbenas, los conciertos, los bailes...?; ¿se lo han pasao ustedes bomba por las noches?; ¿han tirao de cartera?, ¿se han sentao con la familia o con la peña a tomarse un helao, unas cervezas o un chocolate con churros?; ¿se han feriao?, ¿qué se han feriao ustedes?, ¿algo de provecho?, ¿algo que les hacía falta o que les hacía ilusión y por fin se lo han permitío? ¿Y a los chitos, les han comprao alguna cosucha, como una pelota de esas que llevaban una goma larga que se sujetaba en un dedo para lanzarla y después recogerla, o una escopeta de las que disparaban un corcho atao con un hilo bramante, o un revólver de los que pegaban esclates con mixtos de crujío...?; y a las nenas, ¿les han feriao una pepona o un jueguecico de cocina...? No me digan que a los más pequeños no les han comprao al menos un pito o una manzana de caramelo rojo pinchá en un palo, o aunque sea una bufa.... ¡Ay!, no, que me estoy confundiendo; ahora la cosa va de otro rollo. La Feria ya no es la misma, como nosotros quizá tampoco seamos los mismos. Sin embargo, a nosotros los de entonces, siempre nos quedará el Solar (eso decía de París Humphrey Bogart en “Casablanca”).
Cuando llegaba la Feria, el Solar de Doña Adela adquiría una magia especial que jamás olvidaremos. Tras sus tapias destartaladas, cuyas piedras y ladrillos se habían ido carcomiendo con el paso del tiempo, tomaba vida todo un bullicio alegre de músicas, emociones y carruseles en movimiento. (¡Qué lástima!, nadie nunca debió permitir que edificaran pisos en el Solar de Doña Adela).
Mis primeros recuerdos del Solar van unidos a un humilde tiovivo. Mi abuelo Joaquín del Madroñal me llevaba de la mano (les hablo de cuando aún no levantaba yo cuatro palmos del suelo) y me subía, no sé si por una perra gorda, a uno de aquellos caballos de cartón, desrabados y desorejados de tanto girar como el mundo, que lo mismo que Clavileño en la demencia de Don Quijote, galopaban ciegos a un lugar de la fantasía.
Luego, pasados los años y siendo yo un adolescente desgarbado (por entonces el alcalde Lucas Navarro, con su cabello gris y su porte aristocrático, presidía la elección de la reina de las fiestas y sus damas de honor, que desfilaban con todo lujo el día de las carrozas), solía venir al Solar, entre otras muchas, una caseta sencilla con una rifa. El premio era siempre lo mismo: una cayada de caramelo envuelta en papel de celofán, y el mecanismo para adjudicar la suerte, una esfera de colores que giraba loca como los planetas de los sueños. Recuerdo que la mujer, oronda cual una madona de Botero, voceaba su negocio a cada rato: “¡Por una peseta, un garrotazo!”, decía.
Así que la noche que decidí probar fortuna, me arrimé al exiguo mostrador de madera donde estaban pintados los números del 1 al 36; entonces la señora tomó con interés la rubia que yo me había rascado del bolsillo (mi abuela me daba un durico con la recomendación de que no me lo gastara sino en algo de provecho) y me entregó un cartoncico sobado que yo puse sobre el 18, mi número favorito. Después la mujer, cuando comprobó que nadie daba más, con su mano ensortijada como una maga de los cuentos, empujó la esfera para que girase guiada por los designios del azar, y una lucecica interior iba iluminando a su paso cada una de las 36 ventanitas numeradas que había en el ecuador de la bola. Yo custodiaba el cartoncico mugriento sobre el número apostado, mientras no le quitaba ojo a los cuadritos de colores, cuya esfera iba perdiendo velocidad poco a poco, frenada por las supremas fórmulas universales de la gravedad de Newton.
Mas cuando el paso de las ventanitas frente a la lámpara oculta se hizo perezoso, sentí que el corazón me palpitaba queriendo salirse de la caja del pecho; era el momento en que la esfera mágica luchaba inútilmente por zafarse de los hilos gravitatorios que la amarraban al centro de la Tierra; entonces, con supremo esfuerzo, cuando ya creíamos que sería incapaz de pasar del 17, un soplo quizá de la maga, que llevaba los ojos dibujados por trazos negros y los labios pintados de rojo como cerezas rojas, obró el milagro de saltar definitivamente al 18, momento en que la mujer, estirando su estatura y dejando adivinar bajo su vestido de flores de gitana unos senos tan generosos como los de la estanquera de “Amarcord” de Federico Fellini, descolgó una de las cayadas de dulce y la puso en mis manos como si me estuviera otorgando el reino del mundo.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 07/09/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Te felicito, Joaquín, por el encantador artículo de ésta semana. Eres un ser extraordinario. Se trasluce tu bomhomía en cada palabra. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Manolo por tu amable comentario. Tú tienes una extraordinaria sensibilidad para advertir sentimientos más allá de los renglones y las palabras.
ResponderEliminarUn abrazo también.