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Cuando décadas atrás, casi todos los tendidos eléctricos eran de postes de madera, existía la figura del “guardalíneas”; su misión era vigilar el estado de éstos y repararlos en caso de avería o desperfecto.
Caseta del Madroñal, construida en 1944. |
Hace muchos años construyeron una línea de alta tensión que comunicaba la central de Cañaverosa (Calasparra) con la del Solvente (Blanca). Ésta atravesaba el Cañón de Almadenes en las cercanías de la Cueva de la Serreta (si nos fijamos, aún se ve algún poste por allí, pues fue desmantelada tiempo atrás). De la misma forma, otra línea de teléfono también unía la mencionada central de Cañaverosa con la del Menjú, igualmente suprimida por las mismas fechas.
Aunque hubo otros guardalíneas anteriores que vigilaban dichos tendidos, éstos no eran profesionales, sino personas que realizaban este trabajo a la vez que las tareas agrícolas, como Miguel Lucas y Diego Lucas (padre e hijo), labradores que habitaron sucesivamente en una casica cercana al Barranco del Apio, en las faldas de la Sierra del Oro.
Pero en los Losares había una caseta, con su transformador, que aún hoy puede verse, en donde habitaba Juan Turpín con su familia. Éste sí fue empleado de las diversas compañías que se sucedieron en la propiedad de tales tendidos eléctricos. Y a principios de los cuarenta, Turpín era responsable de las mencionadas líneas.
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Su misión era la inspección visual, al menos un par de veces a la semana, de todos y cada uno de los postes, pues había pastores que afinaban la puntería de sus hondas contra los aisladores de loza o cristal; rayos de tormentas que caían sobre ellos quemándolos; vientos que los volcaban, ya que en su mayoría sólo estaban enterrados por su base; o también picos carpinteros que, equivocados cual la paloma de Alberti, creían que los palos estaban huecos y los taladraban de parte a parte, lo cual los dejaba a mereced de una mala racha de aire. (Lo único que no les atacaba era la carcoma, pues éstos venían tratados contra los insectos xilófagos, para lo cual los bañaban en balsas de creosota).
Así que Juan Turpín, cada dos o tres días, partía andando desde los Losares, pasaba el Barranco Mota, faldeaba el Almorchón por el Peñón de Antonio, cruzaba la Rambla de Cárcabo, recorría todo el paraje de la Herrada, seguía por las estribaciones de la Sierra del Oro y entraba en el término de Abarán por el Collado del Malojo; luego continuaba subiendo y bajando barrancos y puntales hasta llegar a la central del Solvente, pasado el Salto de la Novia. Después el hombre tenía que regresar a los Losares en el mismo coche: en el de San Fernando.
Los Losares, se ve la caseta a la izquierda. |
Los guardalíneas, por lo dicho anteriormente, siempre tenían reparaciones que hacer; y, sólo cuando eran trabajos de envergadura, contrataban peones o pedían ayuda a “la Brigada” (conjunto de trabajadores especializados que mantenía la empresa); pero cuando era sólo cambiar un aislador u otra tarea menor, lo hacían ellos mismos. Entonces cortaban “las fuerzas”, colocaban “las tierras” para seguridad (aunque alguna vez, más de un operario se carbonizó amarrado a un palo de la luz), se ponían los trepadores en los pies y escalaban los postes con agilidad felina.
Yo conocí a Juan Turpín, que al decir de la gente, era un hombre honrado, trabajador incansable, servicial y voluntarioso. Cuando iba por los campos en su recorrido diario y hallaba a los campesinos en sus tareas, él, que sabía realizar a la perfección todos los trabajos agrícolas, se ponía a ayudar desinteresadamente. Si era la siega, cogía una hoz y segaba como el primero; si la trilla, tomaba una horca y trajinaba la parva en la era; o si era en la huerta, con un legón cavaba las hortalizas.
Cuando el hombre se sentó definitivamente en su puerta en la sillica de la ancianidad (su casa estaba en la calle Calderón de la Barca, al lado casi de la de mi abuela), yo, todavía un zagalucho, pasaba y decía “¡buenos días, Juan!”, o “¡buenas noches, Juan!”, y él, siempre amable, respondía “¡hola currillo!”
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