.
Pared del Eco. A la izquierda se ve la gran boca de Cueva Mur. En frente está la carretera que sube de Ramales de la Victoria (Cantabria) a Lanestosa (Vizcaya) |
No sé si recuerdan un artículo que escribí no hace mucho, titulado «Los Sonidos del Silencio»; en él les mencionaba «la Cullalvera», enorme cueva situada muy cerca del pueblo de Ramales de la Victoria, en cuyo interior, les decía, se llegó a oficiar misa para despedir el Campamento Nacional de Espeleología a principios de los setenta. Bien, pues esta otra de que les quiero hablar, «Cueva Mur», no queda muy lejos, y para llegar a ella, lo mejor es tomar el antiguo «Camino de Castilla» (también llamado «de la Haza») hasta dar vista a la «Pared del Eco». Dicho Camino, el cual comunicaba la meseta con el Puerto de Laredo, forma parte del histórico recorrido que hiciera en 1556 el hombre más poderoso de la Tierra, el Rey Carlos I de España y V del Sacro Imperio Germánico, cuando, tras desembarcar en la mencionada villa portuaria con una escuadra de 56 navíos, y habiendo abdicado en su hijo Felipe II, se dirigió, cruzando España, a su retiro en el Monasterio de Yuste.
La Pared del Eco, como un tajo dado a la montaña con un cuchillo, es inmensa: unos 200 metros de caída a plomo (para que se imaginen, la Torre de la Plaza de España tiene sólo 45 metros de altura). Un día, recuerdo que bajábamos, mi mujer, mis hijas y yo, de visitar «Covalanas», otra gruta llena de pinturas de hace quince o veinte mil años, cercana a la mencionada Pared, y oímos voces; entonces nos percatamos de que dos escaladores ascendían, pegados como hormiguitas, por el desierto vertical de roca, a cuyos pies se extienden los prados verdes y la vegetación lujuriosa.
Pues bien, a un lado de la Pared del Eco, y dentro de un enorme abrigo de techo plano, está Cueva Mur (se llega a ella desde el propio camino de Covalanas, desviándose a media ladera por una trocha de cabras montesas), aunque la entrada real de la cueva no tendrá más de un metro de diámetro, y porque, al parecer, la ensancharon con dinamita.
Cueva Mur no es una cavidad grande; a lo mejor no pasan de los 500 metros de recorrido sus galerías, pero es de esas cuevas que marcan a uno para siempre (o será quizás porque nosotros, los de entonces, la recordamos asociada a nuestras mejores emociones de juventud).
Una vez dentro y ya hechos los ojos a nuestras lámparas de carburo, comenzábamos a bajar hasta unos pozos, que se podían descender sin problema, o evitar por otra galería lateral, hasta llegar al «Laminador». Este es un «tubo» de tan solo 20 o 30 metros de largo, con el techo siempre plano, por el que había que avanzar arrastrándose, dada la poquísima altura del mismo, salvo en su punto central, que podíamos descansar sentados o poniéndonos en cuclillas.
Pero la emoción fuerte aún estaba por llegar. Pues la angosta galería del Laminador aboca directamente en la «Gran Sima». Por fortuna, a la salida del estrecho tubo existe una reducida plataforma o repisa junto a una columna de piedra, donde podíamos hacer los anclajes de las cuerdas (las columnas se forman cuando las estalactitas, que crecen en el techo, se unen con su propias estalagmitas, que se elevan del suelo).
La Gran Sima, cuyo techo plano como un cielo raso es continuación del techo del Laminador, tiene, más o menos, forma rectangular y sus dimensiones aproximadas son: ciento y pico metros de larga, unos cuarenta de ancha y entre cincuenta y sesenta metros de profunda. (Imagínense la iglesia de la Asunción, con torre incluida, dentro de ella sin problemas). Entonces descendíamos por una escala metálica de cablecillos de acero con peldaños de aluminio y caminábamos por el caos de bloques del fondo hasta el otro extremo, donde había unas coladas de colores, húmedas, brillantes y resbaladizas, por las que se podía ascender hasta enormes salas y galerías llenas de formaciones de piedra (espeleotemas), que habían crecido con los siglos o los milenios en el corazón de la montaña.
Otro día, recuerdo, en vez de bajar la Sima, trepamos, no sin riesgo, por una exigua cornisa que hay a mano derecha, según se sale del Laminador, y subimos a las «Galerías Altas», lugares recónditos y de gran belleza, plagados de estalactitas excéntricas (estas, por un capricho de la naturaleza, casi transparentes, crecen en todas direcciones, desafiando incluso la ley de la gravedad). Allí, con gran emoción, hallamos una sala «sellada» por frágiles columnitas en la entrada, que quizá llevaran algunos siglos guardando el secreto, y que nuestro deber humano de explorar el mundo nos obligaba a descubrir. Entonces, conscientes de ser los primeros seres racionales en pisar aquel lugar de las maravillas en las entrañas de Cueva Mur, nos sentamos en el suelo y, escuchando el silencio puro, roto de vez en cuando por las gotas de agua que forjan los paraísos de las cavernas, o por los latidos de nuestros corazones, tuvimos quizá la misma sensación que Howard Carter penetrando en la Tumba de Tutankamón.
Más la primera vez que entré en Cueva Mur y bajé la Gran Sima, cuando ya estábamos saliendo y yo me había quedado el último para subir, en esa soledad envolvente que solo puede uno encontrar en lo profundo de las cavernas, hallé por casualidad, en el lugar más profundo, bello y recóndito, un pequeño Portal de Belén, hecho en terracota. Luego supe que en Ramales de la Victoria, siendo amantes del patrimonio natural de sus grutas, tenían la costumbre de que, cada Noche Buena, los espeleólogos depositaran un Belén en una de sus maravillosas cuevas. Allí estará, para siempre.
©Joaquín Gómez Carrillo
. .
No hay comentarios:
Publicar un comentario