Frutos de mi huerta |
No sé si recordarán ustedes un artículo que les escribí, allá por febrero de este mismo año, titulado “Los autobuses de Dios”. En él, como dios me encaminó, daba la razón a quienes poseen la ventaja de la fe; y al final, con manifiesta intención de llevarles al huerto, en el mejor sentido, les preguntaba si sabían ustedes lo que era un reloj suizo, y, dando por obvia su respuesta, yo añadía: “pues miren ahí afuera y sepan que el universo es infinitamente más perfecto que un reloj suizo.”
El otro día, estando precisamente en mi pequeño huerto (a ratos, pues no siempre ha de estar uno ante el ordenador o colgado de un libro, cultivo algunas plantas en un bancal de tierra), comencé a pensar sobre lo que es en general la maravilla de la naturaleza. Porque, claro, no es lo mismo comprar los melocotones en la frutería, que cuidar el árbol todo el año y contemplar el proceso de cómo echa las flores al final del invierno, de cómo hay que clarear los frutos, de cómo van creciendo éstos, hasta que llega su hora (¡como un reloj!) y comienzan a madurar. Entonces uno va al tallo y los corta, y, mientras disfruta comiendo ese buenísimo melocotón, piensa cuál ha sido el milagro, dónde está el truco, cómo es posible que de una insípida materia leñosa, de la que está compuesto el ramaje del árbol, surjan tan deliciosos frutos.
Pero al fin y al cabo, un árbol es un ser vivo que muchas veces, incluso, es capaz de sobrevivirnos. Miren si no la majestuosa olmeda del Maripinar, ¿quién ha visto esos olmos pequeños? ¡Ni nuestros abuelos! Y ahí estarán cuando todos nos hayamos ido: tirando la hoja con su amarillor de otoño y renaciendo año tras año al verde de la vida en primavera. Así que uno, por tanto, viendo los troncos y las gruesas ramas de los albercoqueros, de los perales o de los ciruelos, puede intuir que ahí adentro debe de haber una especie de “factoría” de las maravillas, una industria mágica, capaz de transformar la simple humedad y los nutrientes naturales del suelo en riquísima fruta.
Mas otro portento aún mayor es el de algunas plantas estacionales, como las de los melones, los tomates o las berenjenas. Yo las planto pequeñitas, y, con apenas agua y sol (pues sepan que practico la agricultura más ecológica del mundo: ni abonos, ni pesticidas, ni basura...), crecen en pocas semanas y comienzan a echar frutos de la manera más pródiga que se puedan imaginar ustedes. Las berenjenas, por ejemplo, dan tanta cosecha a veces, que de tan solo media docena de plantas, no tengo tiempo material para consumirlas o regalarlas.
Sin embargo, son los tomates lo que más placer produce el cultivarlos, con su emparrado de cañas liceras en forma de barraca, a las cuales hay que ir atando los tallos en su crecimiento. Las tomateras, sorprendentemente, se desarrollan en cuatro días y en seguida comienzan a verse los ramilletes de tomates verdes, los cuales, al llegar su hora (todo tiene su reloj natural), comienzan a colorear por entre las hojas. En un mes y pico se pasa de una plantita insignificante, que no se ve entre los terrones, a una señora mata de tomates echando frutos a toda pastilla, que, incluso, tengo que hacer conserva en tarros para que no se pierdan. Y entonces uno, filosofando un poco, sentado a la sombra de un olivo, se pregunta: ¿de dónde sale todo esto?, ¿cómo es posible que se desarrolle esta hermosura, casi de la nada? ¡Pura fotosíntesis...!
Pero ya la mapa del misterio de la naturaleza son los melones de agua. A lo mejor algunos de ustedes los han visto en el campo. Al principio son matitas herbáceas de tan solo unos centímetros; entonces hago con la mano unos hoyitos en el suelo y ahí las coloco, y junto a ellas el gotero del agua. Al principio transcurren varios días en que parece que éstas no van ni para adelante ni para atrás, pero de pronto veo que comienzan a crecer unos tallitos, arrastrándose humildemente por la tierra, los cuales tiran uno para cada lado y cuyo grosor es menor que el de un bolígrafo, mientras que sus hojas lobuladas no son nada exuberantes. ¡Nadie esperaría que de ahí pueda salir algo grande! Pero sale, ¡vaya si sale! Yo he criado en mi bancal sandías de agua de hasta 20 kilos.
De modo que, degustando tan exquisitos frutos que yo mismo he criado desde el principio, no me extraña nada el milagro evangélico de las Bodas de Caná (ése que, habiendo echado agua en unas tinajas, sacaron después vino de ellas), pues con eso precisamente es con lo único que yo riego las insignificantes matuchas de sandía: con agua de la acequia.
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