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Casa del Madroñal, ya en estado de abandono |
Miren, yo cuando oigo eso de “la Roja”, de quien me acuerdo es de mi bisabuela por línea paterna, cuya imagen, procedente de las borias de mi niñez, es la de una viejecita menuda y cariñosa, sentada en una mecedora en su casica que hacía esquina entre la calle Padre Salmerón y la calle Reyes Católicos (ésta última aún no estaba abierta y sólo había un pasadizo estrecho frente a la antigua taberna del Bullas, por el que apenas cabía una burra).
Antonia Cano Carrillo, conocida por “la Roja del Madroñal”, constituyendo la segunda generación que habitara dicha Casa del Madroñal, había criado allí cinco hijos: tres mujeres y dos varones, de los cuales, el mayor fue mi abuelo, quien continuaría sujeto a aquella tierra que le vio nacer hasta poco antes de su jubilación, que entonces pasaría el “testigo” a mi padre, Guillermo.
De mi bisabuela “la Roja”, anciana y humilde, que me hacía carantoñas cuando mi abuelo, lleno de orgullo, me llevaba de la mano a verla, me enteraría luego que murió esperando. ¿A quién esperaba la Roja del Madroñal? ¿A quién esperó la pobre mujer contando los días y los años hasta su muerte, a los noventa y largos? Esperaba al menor de sus hijos, a Isidro, al cual jamás pudo volver a ver desde que se lo llevaron los malos vientos de la Guerra.
La Roja del Madroñal había enviudado a primeros de los veinte, coincidiendo con el regreso de su primogénito (mi abuelo Joaquín) de las campañas de África (¡tres años ininterrumpidos permaneció el muchacho en aquella maldita guerra, escapando por los pelos al Desastre de Annual!). Sus tres hijas: Manuela, Soledad e Isabel, por ser mujeres quedaron analfabetas (esta última, casada con Lorenzo García y conocida como la “Isabelica del Kiosco”, que en su tienda de comestibles y ultramarinos de la calle Buen Suceso apuntaba el fiote de la parroquia haciendo redondeles para los duros y palotes para las pesetas).
Pero la Roja, a quien llevaría siempre clavado en su corazón sería a su hijo Isidro, el menorcico. Yo la recuerdo sentada en la mecedora del tiempo, en compañía de su hija Manuela, que me decía: “¡Juaquinico...!”, posando su mano cansada sobre mi cabeza infantil; mas en el fondo de sus ojos había un rastro de tristeza, ya que mi tío abuelo, había sido engullido por la violencia de la Contienda Nacional y llegó a formar parte luego del exilio forzoso.
Como era albañil de profesión, cuando lo movilizaron para mandarlo a pegar tiros, se apuntó a Fortificaciones. Luego se vería involucrado en el Ejército del Ebro, donde le mandarían construir refugios y trincheras en aquella batalla perdida. Después llegaría el “sálvese quien pueda” de la derrota final, el paso de la frontera por los Pirineos junto a cientos de miles de refugiados, y los campos de concentración franceses a la orilla del mar, donde a los hombres jóvenes los amenazaban con devolverlos a las tropas vencedoras de España sin no se alistaban a la Legión Extranjera franchute. Por lo que mi tío abuelo Isidro, que siempre tuvo más de obrero que de soldado, se apuntó a un batallón de trabajo, para hacer puentes y carreteras.
Pero llegarían a continuación los alemanes con su nazismo feroz y los apresarían a todos; los meterían en trenes borregueros, en cuyos vagones repletos y cerrados, sin sitio literalmente donde caerse muertos, viajarían durante varios días sin comer ni beber en dirección a Austria, al campo de exterminio de Mauthausen, un lugar del Infierno.
Allí, Isidro Gómez Cano, hijo de la Roja del Madroñal, participaría en la construcción de la tristemente famosa “Escalera de los españoles”, de ciento ochenta y seis peldaños (el Vía Crucis más largo de la humanidad), por la que los prisioneros, almas en pena, tendrían que ascender cargados con enormes piedras desde el fondo la cantera que había dentro del propio recinto; así como también trabajaría Isidro en la construcción de otras infraestructuras de aquella terrorífica factoría del asesinato.
Sin embargo él sobrevivió a Mauthausen, donde perecieron más de siete mil quinientos españoles, calificados de apátridas por la nueva diplomacia franquista de la posguerra, pero que los guardianes nazis, metódicos, habían marcado con la “S” de Spanier. Mas a Isidro le esperaba después un largo exilio; de modo que fundó una familia en Francia, y, cuando un día pudiera regresar a su querida Cieza, cual un turista accidental, su anciana madre había dejado vacía la mecedora de la desesperanza.
De modo que ustedes me disculparán, pero para mí, la Roja era mi bisabuela, no once tíos en calzones, a cuyos pies parece confiarse todo el honor de España.
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