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Antes, para la Navidad, cortaban un pino grande en el monte y lo colocaban en mitad de la Esquina del Convento, engalanado con rastras de bombillas pintadas de colores. Ahora ponen un cono eléctrico.
Cuando se barruntaba la Navidad había que matar el marrano en los campos, pues ello proporcionaba el avío para varios meses. Las casas solían tener un cuartico, a ser posible en las cámaras altas, donde guardar los productos de la matanza: los perniles, los brazuelos, los lacones, los lomos, los solomillos, las rastras de morcillas, de butifarras, de chorizos, de blancos; las orcicas de barro con costillejas en adobo, las mantecas derretidas, los chicharrones y los blancos gordos colgados del techo mediante un cestillo de esparto.
El ama de Paco era una señorita rancia de misa y rosario, y, el año antes, le había dicho a su mediero que arrancara los albercoqueros de hueso dulce que había en dos pollos, bajo el quijero de la acequia. «Mira Paco, arrancas los albaricoqueros y me llevas la leña con el carro al pueblo». Eso le había encargado ella y él, con la gorrica en la mano, «sí señorita, sí señorita», había dicho que bueno, que «como usté mande señorita». En realidad los árboles eran añeros y, aunque echaban unos albercoques riquísimos, la cosecha era siempre exigua, y algunos años, ninguna.
En el corral criaban animales. Las casas de campo, por aquel tiempo, eran perfectas plantas de reciclaje: entraban frutas, verduras, grano, forraje, y salían huevos, carne, lana y basura para la tierra; y entraba leña también y salía ceniza. A Paco le gustaba criar todos los años un marranico, pero aquel fue una china: una chinica blanca que compró en el mercado de Calasparra y la trajo a Cieza metida en un columpio con su tapa de madera, atado en el portaequipajes de la bicicleta. Paco se acordaba de que viniendo por el Macaneo se le hizo de noche y no llevaba luz, pues se le había roto la dinamo; y más adelante, por cerca de la Venta de Reales, columbró dos figuras negras: la Guardia civil (también en bicicleta), y él temiendo una sanción en el mejor de los casos, y en el peor, la requisa de la cerdica que había comprado, se salió de la carretera, a cruza bancal, haciendo oídos sordos a las voces de alto de la Benemérita. «¡Alto o disparo!, ¡alto o disparo!». Pero no dispararon y Paco, con la cabeza gacha y el temor de un fugitivo, sudaba empujando a la bici por lo labrado, mientras el animalico gruñía cada vez que saltaba un surco.
Los albercoqueros de hueso dulce los había plantado su abuelo, pues ya eran tres generaciones, pasando de padres a hijos, al servicio de los mismos señoritos; eso era tradicional, y la forma habitual en la explotación agrícola: los ricos poseían la tierra y los medieros la trabajaban por el sistema de aparcería. Se trataba de unos árboles enormes, como plazas de toros, con cuya ramazón el hombre hizo buen montón de leña recia, que él troceaba con el serrucho y «rajeaba» con el azadón-hacha. Sin embargo, los troncos eran demasiado gruesos para meterles mano y los empujó bajo un ribazo. Así que un día, se le encapuruchó y cargó dos de ellos en el carro y los llevó al aserradero de Los Marines, los aperadores de la Calle Juego de Bolos, para que le hiciesen tablas gruesas y tablones.
Los cerdos, en las casas, se iban alimentando con desperdicios, salvo cuando precisaban engorde, que entonces se les preparaba un pienso más nutritivo, mejorándoles la dieta con brebajos de harinilla y salvado. Un día Paco llamó al veterinario para que castrara a la cerdica que había traído de Calasparra. Con los machos era distinto: avisaban al «Capaor», que era un hombre entendido en esos asuntos, y este agarraba el marranico por las orejas, se lo ponía entre las piernas cabeza abajo y le extirpaba las gónadas con su navaja en un santiamén, a lo vivo, ¡que por nadie pase!; después las ponía en un plato con un guiño para que las comiera el hombre de la casa. Pero con las hembras, la cosa no era tan fácil y las tenía que operar el veterinario de la iguala.
Cuando la señorita quería pasar unos días en el campo (la casa poseía unas estancias algo más decentes, con mobiliario noble, cuadros con escenas de cacerías, vajilla de porcelana y cubertería de alpaca; incluso vidrios en las ventanas), daba aviso con una moza bizca que tenía para que Paco la recogiera con el carro y la trasladase. La señorita era piadosa, pero más agarrada que las aldabas, y, algunas veces, yendo montada en el carro y viendo un pordiosero por la calle, decía a Paco: «para y dale una limosna; hay que ser caritativos con el prójimo». Y el hombre entonces, no con mucha alegría, se rebuscaba algún perro gordo del bolsillo del chaleco y se lo daba al pobre. Y la señorita, se sentía complacida por haber sido garante del bien, y le citaba aún el Evangelio a Paco: «nuestro Señor dijo: “…lo que hiciereis con uno de estos, lo hicisteis con migo”».
La madera de albercoquero era buena. Con las tablas y tablones que le sacaron de los troncos, Paco mandó hacer una mesa para la matanza y la estrenó por diciembre con la china blanca. Era una mesa grande, basta y resistente, ¡a casco de bomba! Así que faltando poco para la pascua, que su mujer iba ya organizándose para hacer los dulces en el horno: partiendo piñones para las tortas de pan dormido con matalahúva, picando almendras en un mortero para los almendrados, preparando el aguardiente para los aguardentados y la manteca para los mantecados, Paco habló con el matachín.
La señorita había quedado complacida con las dos cargas de leñica de albercoquero que el mediero le había llevado con el carro, y entrado a cuestas por el postigo, y apilado en un lado cubierto del patio. Ella le entregó un montoncico de revistas pasadas de «La Familia Cristiana» que le andaban estorbando en el gabinete. «Llévatelas para que las lean los muchachos», pues sabía que dos de los hijos del mediero acudían a desasnarse a la escuela rural del paraje, y su lectura de estas era edificante.