Inmenso agujero en la cresta caliza de la montaña Cabeço d'Or, cerca de la Cueva de Canelobre |
Esta vez quiero hablarles de un lugar fantástico que he visitado no hace mucho, el cual se lo recomiendo para que, si pueden, no dejen de ir a verlo un día. Se trata de una gruta, una enorme caverna con su historia y su misterio: la Cueva de Canelobre, que en valenciano quiere decir “del Candelabro” (luego les diré por qué).
Para llegar pueden coger la autovía de Alicante y, pasada esta ciudad en dirección a Benidorm, salgan por San Juan y sigan por la nacional hasta El Campello, donde verán algún indicador a Muchamiel o a Bosot, o quizá encuentren carteles anunciando dicha gruta. No tiene pérdida; además, lo mejor en caso de duda es detenerse y preguntar a la gente, que es como se ha viajado siempre en los tiempos “preGPS”. La carreterilla, bien asfaltada y señalizada, se adentra en un paisaje montañoso de aridez mediterránea, entre bancales de almendros, dejando atrás las urbanizaciones salvajes de adosados, que durante años han crecido como hongos comiéndose las laderas de los montes cercanos a la costa.
Cuando estén cerca del sitio les chocará una cosa. Verán una montaña coronada por rocas calizas, conocida en alicantino como “Cabeço d’Or” (Cabezo de Oro) y les llamará la atención que en lo más alto existe algo increíble: un pedazo de agujero gigante que traspasa de lado a lado las rocas de la cresta. Uno no puede dar crédito a lo que ve: el viento cargado de partículas sólidas y la furia de los aguaceros, a lo largo de millones de años, han sido capaces de horadar la piedra y crear una especie de túnel cilíndrico, como si fuera la obra de un artesano prehistórico.
Entonces ya estarán llegando. La carretera curvea, se empina y, si arriba hay muchos vehículos, tendrán que dejar el suyo en una especie de aparcamiento disuasorio que hay unos 500 metros más abajo y subir dando un saludable paseo hasta la entrada de la gruta, que es artificial con contrafuertes de piedra y mampostería en la fachada.
De la visita a la cueva, dos cosas son criticables a mi juicio: las parcas explicaciones de la guía que nos acompañó y el sacaperras de una foto que le echan a todo el mundo en el túnel de entrada; conforme vamos pasando, la guía y el fotógrafo se confabulan y, tras una puerta, con el fondo cutre de un póster, lo fusilan a uno a punta de flash (luego hay que rascarse el bolsillo para llevarse un recuerdo, ya que dentro de la cueva no dejan hacer fotografías).
Cuando por fin se accede al interior de la caverna, la impresión que se tiene es de hallarse bajo la bóveda de una inmensa catedral. Una gran cúpula plagada de estalactitas se eleva treinta o cuarenta metros por encima; mas en seguida se da uno cuenta que está pisando sobre una plataforma artificial de cemento, donde suelen celebrarse en la actualidad conciertos de música con público (la cueva tiene excelentes condiciones acústicas, además de una temperatura agradable). Y ya, al asomarnos por la barandilla del borde, contemplamos la inmensidad de la sima, cuyas paredes iluminadas se hallan repletas de formaciones y cuyo fondo se adivina unas decenas de metros más abajo. Después descendemos por una sinuosa escalera entre un bosque de estalagmitas, columnas, banderas y coladas, que el agua y la piedra han trabajado en silencio durante milenios.
Pero resulta que cuando la Guerra de 1936, el ejército republicano no encontró otro lugar más a salvo de ataques y bombardeos para esconder algo muy valioso en la estrategia bélica. (Algo que el otro bando dispuso en abundancia para ganar la contienda). Entonces perforaron la montaña con un túnel y penetraron de lleno en la más maravillosa de las cavidades subterráneas, pues la entrada natural de la gruta, pequeña y de difícil acceso, se encuentra a un nivel más alto. De modo que allí, a lo bestia y a barrenazo limpio, destrozando parte de la riqueza geológica de la caverna, construyeron tres plataformas de cemento (hoy en día solo existe la mayor de ellas) y habilitaron el más peculiar de los talleres mecánicos de guerra: el lugar secreto donde montaban y reparaban los motores de los famosos cazabombarderos soviéticos “moscas”, que Stalin suministraba con cuentagotas a pesar de las cientos de toneladas de oro del tesoro del Banco de España enviadas a Moscú por Negrín.
Pero llama la atención, tanto desde la explanada artificial de cemento, como desde la parte inferior de la sima, una grandiosa estalagmita con caprichosa forma de candelabro (“el canelobre”), de 15 o 20 metros de altura, la cual, aunque descabezada por la barbarie de la Guerra, se yergue solitaria en mitad de la cueva tras cientos de miles de años de crecimiento.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 18/04/2014 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
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