Guillermo con su bisnieta Paula el día de su noventa cumpleaños |
Este pasado 11 de octubre, Guillermo del Madroñal ha cumplido noventa años. Nació con el comienzo de la dictadura del general Primo de Rivera; adquirió uso de razón con la proclamación de la II República; en su adolescencia conoció los desastres de la Guerra Civil; su primera juventud estuvo marcada por los rigores de una larga y hambrienta posguerra; durante media vida soportó el régimen del general Franco; y hoy día, en su última juventud, es lúcido testigo de esta España que no sabe dónde va.
Desde temprana edad, sus padres le enseñaron a ganarse el pan con esfuerzo y a contar el dinero en reales; luego realizaría muchos trabajos cuyo salario en pesetas constituiría el honrado sustento familiar; y ahora, que sigue dedicando su tiempo por iguales partes a la azada con que cultiva su tierra y al bolígrafo para dejar constancia del sendero de su vida, asegura que jamás entenderá los euros.
Guillermo ocupa la cuarta generación de la Casa del Madroñal y siempre ha tenido apego a la tierra que le vio nacer. Allí, a lo largo de las décadas y fiel a la rueda de las estaciones, araba, sembraba y recogía con sudores las cosechas del suelo. Hoy, nonagenario recién estrenado, y aunque soportando la ausencia de su compañera de toda la vida (mi madre, Paca), puede mirar con satisfacción su camino hecho al andar, pues ha plantado árboles, ha criado hijos y ha escrito libros.
Cuando era el tiempo en que el hombre todavía labraba con yuntas los barbechos, lanzaba el grano a puñados en la sementera y, doblado luego sobre el surco, recogía la mies a golpes de hoz, Guillermo del Madroñal tomó la firme determinación de realizar una humilde obra de ingeniería y le salió redonda: construyó una era (“de pan trillar”, según la jerga de los notarios). Él había sufrido bastante tiempo las tribulaciones de las calmas en el soplo del solano, lo mismo que las padeciera su padre e igual que las soportara su abuelo. De modo que un día, bajo un sol de hierro fundido del mes de julio y la imposibilidad de aventar la parva en la era vieja, concibió el proyecto de hacer otra en lugar más favorable.
Primero realizó catas eólicas mediante una molineta de caña que él mismo había fabricado; y cuando halló el sitio idóneo para la entrada del viento que corre de donde nace el sol, trazó un gran círculo. Para ello había tomado una soga de esparto de doce brazas de larga, la había amarrado por un extremo a una estaca clavada en el suelo y había marcado con la otra punta una circunferencia perfecta. Después se puso a cavar con un pico y un azadón. Todo el invierno estuvo sacando piedras y moviendo tierra con una vieja carretilla de los mineros. Nada se resistía al ímpetu de su voluntad. Cuando aparecieron bajo el suelo grandes peñones que excedían en mucho a la fuerza de sus brazos, Guillermo echó mano de las leyes universales de la palanca (Arquímedes aseguró una vez que sería capaz de mover el mundo si alguien le conseguía un punto de apoyo).
No obstante, brotaron del descuaje del terreno enormes rocas que tenían raíces profundas como los icebergs, por lo que tuvo que llamar a un barrenero que trabajaba en las canteras. El hombre llegó temprano a la casa un domingo por la mañana y traía atada en el portaequipaje de su bicicleta una capacica de pleita con los apichusques. Primero radiografió con la vista las fisuras y puntos débiles de las rocas, después martilleó con su puntero hasta horadar la piedra viva. Entonces sacó unos cartuchos de dinamita que causaban espanto, pero el barrenero, que manejaba el invento de la perdición de Alfred Nobel como si fuera pan de higo, rompió con sus manos uno de ellos para que comprobáramos que no pasaba nada. Después introdujo las cargas en los orificios, les puso un detonador y unas mechas de pólvora, encendió éstas con su mechero de gasolina y, con la chaqueta a la torera, se fue sin prisa hasta ponerse panza abajo detrás de un ribazo. Y en ese instante se oyó la explosión más grande jamás escuchada en la casa del Madroñal. Cuando volvimos al sitio, los icebergs de caliza se habían hecho añicos, reventados como melones de agua.
Guillermo aquel año estrenó su era con una parva de trigo raspinegro. Primero distribuyó los haces por el redondel y, de un tirón, les fue soltando uno a uno el garrón del vencejo. Después con una horca fue esparciendo la mies en el sentido contrario a las agujas del reloj hasta formar un mullido colchón; seguidamente enganchó las mulas con los trillos de pedernales.
Cuando pasado ya el medio día recogió la parva trillada formando un cuello en el mismo sentido que la Vía Láctea del cielo, descalzó sus pies como si estuviese pisando en sagrado y comenzó a lanzar paladas hábiles contra el viento incesante hasta separar con éxito toda la paja del grano.
©Joaquín Gómez Carrillo
(Publicado el 26/10/2013 en el semanario de papel "EL MIRADOR DE CIEZA")
Sus relatos de El Madroñal rayan siempre la perfección y son, sobre bonitos, auténticas actas.
ResponderEliminarMuchas felicidades a don Guillermo, y a usted de paso, y que la naturaleza siga siendo generosa con él.
Un saludo
Me encantan tus relatos. Deberías ser el cronista oficial de Cieza y su comarca.
ResponderEliminarFéliz cumpleaños para tu padre.
Gracias por los comentarios y gracias en nombre de mi padre por las felicitaciones.
ResponderEliminarUn saludo afectuoso.
Enhorabuena Joaquin, un relato redondo y muy bello, como la era que construyó tu padre.
ResponderEliminarGracias Pepe, me alegro de tu comentario.
EliminarUn abrazo.
Bonito relato de la vida de tu padre, vaya suerte la de Guillermo del Madroñal por tener un hijo capaz de escribir con tanta precisión y belleza los noventa años de una persona llena de vida y de legado para todos los que leemos y amamos la literatura.
ResponderEliminarUn saludo. Joaquín
Gracias por elogiar a mi padre. Un saludo.
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