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Mirando al mar en Portmán, La Unión
Hace cuarenta y cinco años hubo un «poder constituyente»; a partir de entonces, y una vez aprobada por aquellas Cortes Generales y ratificada en referéndum la Constitución Española, solo hay «poderes constituidos». Poderes que existen y tienen plena legitimidad porque así lo establece nuestra «Ley de leyes», nuestra Constitución, pero que también están limitados por ella misma. Un poder constituido, por ejemplo, es la Presidencia del Gobierno; al presidente le otorga toda su legitimidad, toda su autoridad y todas sus atribuciones, la Constitución y las leyes, y de ahí no puede salirse ni un ápice. Si un poder constituido obra a su antojo, se descarría, se sale de la legalidad constitucional. Un ejemplo claro ocurrió con el entonces presidente de la comunidad autónoma de Cataluña, Carlitos Puigdemont, que se creyó muy listo y, de «poder constituido» que era, quiso pasarse a «poder constituyente», y, fragmentando nuestro territorio nacional, crear una república nueva, independiente («¡que la república no existe, idiota!», diría aquel mozo de escuadra, ¿recuerdan?).
El otro día escucho, o leo, a alguien antimonárquico (está en su derecho) decir «a mí, el rey no me representa». Toma, y a mí tampoco —digo yo—; a nadie. El rey no es un representante del pueblo. El rey es un «poder del Estado» que emana de la soberanía popular, de aquel poder constituyente de 1978 que les decía antes. Al pueblo nos representan los parlamentarios, a los que les hemos otorgado «poder de representación temporal» mediante los votos. Al jefe del estado nadie le ha elegido como representante; está ahí porque la Constitución lo ha puesto y le ha marcado unos poderes, unas atribuciones y unos límites, que por cierto, el rey, aparte de firmar por obligación todo lo que el presidente del gobierno le ponga delante (a las leyes me refiero), poco más puede hacer.
¿Se puede cambiar la Constitución? Sí señor, hasta la última coma. En el propio texto constitucional se establecen las reglas para ello, porque no puede venir Perico de los Palotes y hacer de su capa un sayo, no, hay unas reglas para que las Cortes Generales y el pueblo soberano se conviertan en «poder constituyente» al respecto y cambien, quiten o añadan, lo que consideren oportuno. Así de sencillo, y así de complicado, ¿saben por qué? Porque muchos políticos juegan a la confusión de la gente, pero a la hora de la verdad, no les da la gana abrir el melón constitucional; ¿y por qué? Porque les va bien así, les va bien la crítica al contrario o la crítica a la propia norma, pero si les dices: venga vamos, entonces responden: «¡hoy no, mejor mañana!», y el uno por el otro, la casa sin barrer.
La Constitución ya se ha cambiado dos veces: en su artículo 13.2, para que los extranjeros pudieran ser elegidos concejales en las municipales, y en su artículo 135 para el tema de la estabilidad presupuestaria, que somos muy gastones y la Unión Europea dictó unos límites. Ambos cambios era forzoso hacerlos, pues nos los imponían desde afuera, y se realizaron sin problemas. Les digo esto porque desde hace bastantes años, los políticos están mareando la perdiz con ciertos cambios, como el de la palabrica «disminuidos» del artículo 49, o el tema de la sucesión de la Corona, del artículo 57.1, donde dice que «…en el mismo grado se prefiere el varón a la mujer», una discriminación como un piano por razón de sexo. Pero, ¡ay!, si arreglamos eso, ¿cómo hacemos para «…y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos»? También es otra discriminación como un piano por razón de la edad. ¿Por qué no puede ser la heredera la hijica menor de Felipe VI? ¿Qué tiene Leonor que no tenga Sofía? O sea, que la cosa no es sencilla; de modo que los políticos hablan, critican, prometen, pero a la hora de la verdad, nada.
Otra confusión, propia del «tócame Roque» de la política, es la renovación del Consejo General del Poder Judicial, tal como viene establecido en la Constitución, pues hay magistrados más «reenganchados» que Carracuca, que tenían que haber sido sustituidos hace la tira de tiempo. Pero miren, les viene muy bien a los políticos tener esa «arma» para lanzar al contrario. ¿Dónde demonios está el problema? Muy sencillo: los unos dicen que hay que cambiar la ley y después renovar, y los otros dicen que hay que renovar y después cambiar la ley. ¿Qué les parece? Si es que son como niños... Y como no tienen más narices que ponerse de acuerdo los dos partidos mayoritarios, pues la Constitución establece que la elección de tales miembros se hará por mayoría cualificada y no vale una mayoría absoluta como la actual del Gobierno, que está con palicos y cañicas, pues no hay manera. ¿Y cuál es el empeño para no cambiar la ley antes de la renovación? Pues de cajón: poner a «los suyos», que da un poco de asquito el que haya jueces y magistrados «canteados», a unas opciones políticas, ¿no les parece?; a mí me indigna que califiquen a determinados profesionales de la Justicia, de «conservadores» o de «progresistas». ¡Venga ya hombre! Usted, cuando se pone la toga, debe de ser escrupulosamente imparcial en términos políticos. Pero parece que no es así, y algunos togados tienen debilidad hacia una banda o hacia la otra. Malo. Así no vamos a llegar nunca a la verdadera independencia del Poder Judicial.