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Río Segura, de noche, a cuya orilla derecha discurre el Paseo Ribereño ciezano
De pequeñas y en sucesivas ocasiones, llevamos a nuestras hijas a que conocieran la Villa y Corte de Madrid; mayormente en época previa a la Navidad, que estaba todo muy bonito y nos traíamos un décimo de lotería de «Doña Manolita» para la familia. ¿Qué les voy a contar de las muchas anécdotas y cosas simpáticas que nos ocurrían, en el metro, en el Palacio Real, en el Parque de Atracciones, en el Zoológico, en la Puerta del Sol? Miren, el día en que bajamos al metro para que ellas vivieran y conocieran sensaciones, ocurrió por casualidad algo inusual: no recuerdo en qué estación nos hicieron bajar a todos del tren agrito pelado por los altavoces: «¡Salgan del tren! ¡Salgan rápido del tren! ¡Fuera todo el mundo del tren!» ¿Sería por amenaza de bomba? (aún eran los años de plomo de la ETA) En realidad no supimos por qué. Luego, corriendo ellas por el interior de la estación, no por urgencia, sino por juego, por llegar antes a un determinado punto, una de las tres, y ya cuando íbamos a ascender a la planta superior, se encaró por error infantil con las escaleras mecánicas descendentes; entonces, el inocente júbilo burlón de las otras dos, que ascendían por el tramo correcto, era parejo con la rabia a gritos de la equivocada, que intentaba ganar peldaños «a contra corriente», hasta que le dimos consuelo tomándola de la mano y a otra cosa, mariposa.
Eugenia Martínez Vallejo, dicen que vino al mundo en misa, que rompió aguas su madre durante la consagración y allí mismo dio a luz. «¡Una santa!», decía la gente de su entorno, una pedanía de la Merindad de Montija, hoy perteneciente a la provincia de Burgos. La niña era hermosota de nación y, según consta en algunos escritos, con algo más de un añico ya pesaba dos arrobas; pero como al parecer comía más que la orilla del río, con seis años, la zagalica alcanzaba la increíble cifra de seis arrobas de peso (la arroba castellana tiene una equivalencia aproximada a once kilos y medio, así que calculen). Y entonces la misma gente de su entorno comenzó a maliciarse que la cosa no era normal, y donde algunos habían asegurado en ella la gracia divina, vaticinaban después intervención diabólica (tengan en cuenta que estamos hablando del siglo diecisiete; en 1674 parece que vino al mundo la nena). Asunto que obligaba a sus padres a tenerla escondida para evitar burlas y escarnio.
El día del Parque de Atracciones, hubo risa y llanto infantiles también, y hasta enojo de su madre, mi mujer. Pues las dos pequeñas quisieron montar en la atracción de los avioncicos de sube y baja (en la montaña rusa, algo antigua, no quisimos subir, pues unos años antes yo lo había hecho y pasé más miedo que en toda mi vida, ya que sólo tenía por sujeción una barra sobre los muslos, y, claro, en las caídas bruscas, yo me salía p’alante y pensaba «¡Dios mío, me voy a matar!», ¡y estaba recién casado!). ¿Qué pasó con los avioncicos? Pues que cuando la cosa empezó a dar vueltas, todos subían y bajaban y el de mis hijas no: giraba en vuelo rasante a un palmo del suelo. Mi mujer se fue flechada a la encargada de la pista con la queja de que al parecer estaba roto el artilugio, pero aquella le dijo que las niñas debían tirar de la palanca si querían volar. La mayor, muerta de risa, y nosotros, a cada vuelta haciéndoles indicaciones a las pequeñas para que tirasen de la maldita palanca, cosa que ellas no entendían y se enfurecían más de frustración. Al final, más quejas a la mujer de la cabina, de que «¡eso se avisa, señora!», que somos de pueblo —esto último lo digo yo ahora—, que en aquel momento no estaba el horno para bollos.
Por aquel tiempo reinaba en España Carlos II, el Hechizado, un tonto l’haba, que el último de los Austrias, o dinastía Habsburgo. Teníamos mala suerte con los reyes; salvo alguna honrosa excepción, como Carlos III, los hubo bastante tarados, producto quizá de la consanguinidad, «primo, primo, que te lo arrimo», o vaya usted a saber. Menos mal que nuestro Campechano se casó con la griega y el heredero salió bastante apañaíco (nos podemos dar con un canto en los dientes). Por entonces también, como se aburrían mucho porque no hacían nada, y no había televisión ni móviles, algunos monarcas se dedicaban a tirotear ciervos en los montes del Pardo (caso de Carlos IV, «el Cazador»); mientras que las reinas se aplicaban a otros pasatiempos: la mujer del mentado y bobalicón Carlos IV, María Luisa de Parma, se arreglaba a su gusto con Godoy, que para eso era «el Valido» de su marido. Pero a lo que vamos, que para matar el rato, los monarcas solían llevar a palacio a personas que, por desgracia, no reunían los cánones de «normalidad»: enanos, bufones, locos y deformes.
Cuando más nos reímos, pero con disimulo y sin escarnio, fue un día en la Puerta del Sol. Llevé a mis hijas a que pisaran la placa del «Kilómetro cero de las carreteras radiales». Y, justo estando allí, me di cuenta, y así se lo indiqué a ellas, de que venía un hombrecillo de aspecto humilde, procurando dar el «timo del sortijón» a algún incauto. (Ya les había explicado en qué consistían los timos, al menos los que yo había visto en la película «Los Tramposos», por Tony Leblanc, ¡qué risa!). El hombre, al fin, llegó a nosotros, o sea, a mí, he hizo los gestos y movimientos temerosos que yo acababa de explicarles a mis hijas: miraba de soslayo en ambas direcciones al tiempo que se sacaba del bolsillo un papel arrugado por el manoseo, lo desenvolvía fingiendo miedo a ser descubierto y me ofrecía a un precio de ganga un anillo con pedrusco digno del «Tío del serrín» de nuestra Feria (¿se acuerdan?, que se colocaba por la puerta de la Imprenta Ortega, frente al puesto de las sartenes, y como las sortijicas y los pendienticos eran tan malos, los llevaba envueltos con serrín para que no se pusieran feos). El timado se lo merece, pues en su deshonestidad piensa que la sortija es robada y de oro macizo del bueno.
Cuando Carlos II, que a pesar de matrimoniar dos veces no pudo engendrar, reclamó a palacio, para reírse de ella, a Eugenia Martínez de Vallejo, el asturiano Juan Carreño de Miranda, pintor de cámara del rey, posterior a Velázquez, le hizo dos retratos: uno vestida y el otro desnuda, de pie, con una uva de vino en la mano, cuyo pámpano cubre pudorosamente su entrepierna. Estos cuadros se exhiben en el Museo del Prado, con los títulos de «La Monstrua». Y recuerdo que el día en que llevamos a mis hijas por primera vez a dicho museo, les hice una foto con mi Nikon (de carrete entonces) posando ante dichas pinturas.